domingo, 1 de junio de 2014

Comunidad

 
Domingo. Día ideal para mi sermón de la tarea gratuita.

Si no lo he dicho con estas palabras, ya lo habréis podido intuir, pero de Formentera me traje cosas. Entre otras, pescado y pan secos para hacer aquí en casa la racial ensalada payesa. Unos trozos de flaó que acarreé en la mochila por media península, como si fueran el Santo Grial (Flaó = tarta de queso que se vuelve brutalmente adictiva por la presencia entre sus ingredientes de hierbabuena fresca). Un perfume que tiene el mismo color que el mar en la enloquecedora playa de Illetes. Los brazos color palito de canela. Cantidades de espacio dentro de las células que no sabía que fuera capaz de albergar. Presentimientos del camino por donde mi mente ha comenzado a dar pasos. Y un respeto nuevo por el espacio doméstico. Quiero hablaros hoy de esto.

 
Ses Illetes tiene un color especiaaal



El sitio donde dormí allí seis noches tenía vocación de hogar. No había en él llaves que cerraran tras uno el acceso a un rincón privado, ni espacios físicamente destinados al cultivo de la intimidad. Alguna noche tuve que hacer turno para lavarme los dientes en uno de los dos lavabos comunitarios, y mientras preparaba la cena, pude hablar de especias y polenta con alguien que acababa de llegar de Sitges o de la India. La hora de dormir devolvía a vidas adultas el recuerdo de albergues y campamentos: otra vez había que acostumbrarse a que el sueño te venciera al lado de personas de las que a lo mejor no conocías ni el nombre. A cambio de esta confianza, y del derecho a ocupar una cama realmente barata, de ti se esperaba que contribuyeses de alguna manera al mantenimiento del lugar. Yo lo hacía por la mañana, una vez que mi estómago y mi mente habían dejado de murmurar.

Una vez limpié los lavabos y espejos del aseo al aire libre. Otra podé y regué unas macecitas de hierbas aromáticas que parecían olvidadas. Otra fregué con muy poco éxito el polvo de unas botellas que servían para delimitar parterres. Repetí al barrer las hojas que el viento nocturno se empeñaba en arrancar de los árboles del patio. La primera mañana vi cómo lo hacía la dueña y, por comodidad, me propuse a imitarla.

Mi cerebro analítico vino ágilmente a avisarme de que aquello tenía toda la pinta de ser una chorrada. Como ya he dicho, la casa no tenía unos límites claros con el campo. El piso del patio era de tierra y las hojas secas de un árbol feúcho tampoco es que fueran una gran molestia estética. Seguía haciendo viento, y a los primeros escobazos la tarea resultaba prima segunda de la de Sísifo. Pero yo me agarré a mi escoba como si fuera un remo, y perseveré en ella, por muy absurda e innecesaria que me pareciera. Pasada tras pasada, peinando con mi escoba la tierra, me fue embargando la sensación de estar respirando el aire de un claustro. Llevé a cabo mi trabajo manual olvidándome poco a poco de racionalizarlo. Dejé de sopesar las alternativas mucho más atractivas con las que podría estar llenando mi tiempo. Permití que un trocito de suelo polvoriento ocupara el campo de visión de mi conciencia. A los dos los fui dejando igual de despejados.

A veces pensaba, igual que a veces volvían a chispear hojas del árbol. Imaginaba lo que iban a decirme al respecto los que más que conocen, cuando les contara esta experiencia que a mí me parecía de apertura. Vaya, va a resultar que tienes que irte a Formentera para que te parezca ideal lo que no se te ocurriría hacer en casa de tu padre. No iba muy descarriada. Me lo dijeron, y no pienso reprochárselo. No les faltaba ni gota de razón.

Porque de mí no puede decirse que sea la persona más generosa del mundo, a la hora de desprenderme de mi tiempo. Lo que me gusta hacer, me gusta lo bastante como para que renunciar a ello me cueste, metafóricamente, lloriqueos y pataletas. Eso, unido a cierta vocación por el mínimo esfuerzo, me vuelve miope ante las representaciones más sutiles de la entropía doméstica. Sí, tuve que pasar horas en autobuses y puertos para descubrirlo. Tuve que irme lejos de mi hábitat natural para mirarlo con una atención nueva, y adivinar así lo que puedo hacer para mejorar los espacios que comparto. Familiarizándome con un lugar extraño, aumentó la ternura que siento por lo que ya forma parte de mi hogar y de mi familia. Como si fuera tofu, aprendí también a sacarle gusto a la renuncia.

Esta mañana, después de desayunar en casa de mi padre, arranqué espigas de avena de entre los rosales, y limpié los cristales de la cocina. No lo hice para sumar puntos a ojos de nadie. Nadie tuvo que pedírmelo. No miré el libro o la playa a lo lejos con una nostalgia bárbara. De Formentera he vuelto más limpia.


2 comentarios:

  1. Comparto a tope lo que dices. Labores que otras veces te parecen un fastidio no se transforman en el culmen de lo placentero, pero al menos aprendes a dedicarles el tiempo necesitan.
    Besitos!!
    PD.: Quiero volver!!!!

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    1. Y que te enseñan a prestar todavía más atención, no sólo al espacio o a la tarea bien hecha, sino a las personas que comparten contigo ese espacio y sobre las que pueden repercutir para bien esas tareas, aunque no se den cuenta.

      PD: me apunto again!!!

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