Domingo. Día ideal para mi sermón de la
tarea gratuita.
Si no lo he dicho con estas palabras, ya
lo habréis podido intuir, pero de Formentera me traje cosas. Entre
otras, pescado y pan secos para hacer aquí en casa la racial
ensalada payesa. Unos trozos de flaó que acarreé en la mochila por
media península, como si fueran el Santo Grial (Flaó = tarta
de queso que se vuelve brutalmente adictiva por la presencia entre
sus ingredientes de hierbabuena fresca). Un perfume que tiene el
mismo color que el mar en la enloquecedora playa de Illetes. Los
brazos color palito de canela. Cantidades de espacio dentro de las
células que no sabía que fuera capaz de albergar. Presentimientos
del camino por donde mi mente ha comenzado a dar pasos. Y un respeto
nuevo por el espacio doméstico. Quiero hablaros hoy de esto.
El sitio donde dormí allí seis noches
tenía vocación de hogar. No había en él llaves que cerraran tras
uno el acceso a un rincón privado, ni espacios físicamente
destinados al cultivo de la intimidad. Alguna noche tuve que hacer
turno para lavarme los dientes en uno de los dos lavabos
comunitarios, y mientras preparaba la cena, pude hablar de especias y
polenta con alguien que acababa de llegar de Sitges o de la India. La
hora de dormir devolvía a vidas adultas el recuerdo de albergues y
campamentos: otra vez había que acostumbrarse a que el sueño te
venciera al lado de personas de las que a lo mejor no conocías ni el
nombre. A cambio de esta confianza, y del derecho a ocupar una cama
realmente barata, de ti se esperaba que contribuyeses de alguna
manera al mantenimiento del lugar. Yo lo hacía por la mañana, una
vez que mi estómago y mi mente habían dejado de murmurar.
Una vez limpié los lavabos y espejos del
aseo al aire libre. Otra podé y regué unas macecitas de hierbas
aromáticas que parecían olvidadas. Otra fregué con muy poco éxito
el polvo de unas botellas que servían para delimitar parterres.
Repetí al barrer las hojas que el viento nocturno se empeñaba en
arrancar de los árboles del patio. La primera mañana vi cómo lo
hacía la dueña y, por comodidad, me propuse a imitarla.
Mi cerebro analítico vino ágilmente a
avisarme de que aquello tenía toda la pinta de ser una chorrada.
Como ya he dicho, la casa no tenía unos límites claros con el
campo. El piso del patio era de tierra y las hojas secas de un árbol
feúcho tampoco es que fueran una gran molestia estética. Seguía
haciendo viento, y a los primeros escobazos la tarea resultaba prima
segunda de la de Sísifo. Pero yo me agarré a mi escoba como si
fuera un remo, y perseveré en ella, por muy absurda e innecesaria
que me pareciera. Pasada tras pasada, peinando con mi escoba la
tierra, me fue embargando la sensación de estar respirando el aire
de un claustro. Llevé a cabo mi trabajo manual olvidándome poco a
poco de racionalizarlo. Dejé de sopesar las alternativas mucho más
atractivas con las que podría estar llenando mi tiempo. Permití que
un trocito de suelo polvoriento ocupara el campo de visión de mi
conciencia. A los dos los fui dejando igual de despejados.
A veces pensaba, igual que a veces
volvían a chispear hojas del árbol. Imaginaba lo que iban a decirme
al respecto los que más que conocen, cuando les contara esta
experiencia que a mí me parecía de apertura. Vaya, va a resultar
que tienes que irte a Formentera para que te parezca ideal lo que no
se te ocurriría hacer en casa de tu padre. No iba muy
descarriada. Me lo dijeron, y no pienso reprochárselo. No les
faltaba ni gota de razón.
Porque de mí no puede decirse que sea la
persona más generosa del mundo, a la hora de desprenderme de mi
tiempo. Lo que me gusta hacer, me gusta lo bastante como para que
renunciar a ello me cueste, metafóricamente, lloriqueos y pataletas.
Eso, unido a cierta vocación por el mínimo esfuerzo, me vuelve
miope ante las representaciones más sutiles de la entropía
doméstica. Sí, tuve que pasar horas en autobuses y puertos para
descubrirlo. Tuve que irme lejos de mi hábitat natural para mirarlo
con una atención nueva, y adivinar así lo que puedo hacer para
mejorar los espacios que comparto. Familiarizándome con un lugar
extraño, aumentó la ternura que siento por lo que ya forma parte de
mi hogar y de mi familia. Como si fuera tofu, aprendí también a
sacarle gusto a la renuncia.
Esta mañana, después de desayunar en
casa de mi padre, arranqué espigas de avena de entre los rosales, y
limpié los cristales de la cocina. No lo hice para sumar puntos a
ojos de nadie. Nadie tuvo que pedírmelo. No miré el libro o la
playa a lo lejos con una nostalgia bárbara. De Formentera he vuelto
más limpia.
Comparto a tope lo que dices. Labores que otras veces te parecen un fastidio no se transforman en el culmen de lo placentero, pero al menos aprendes a dedicarles el tiempo necesitan.
ResponderEliminarBesitos!!
PD.: Quiero volver!!!!
Y que te enseñan a prestar todavía más atención, no sólo al espacio o a la tarea bien hecha, sino a las personas que comparten contigo ese espacio y sobre las que pueden repercutir para bien esas tareas, aunque no se den cuenta.
EliminarPD: me apunto again!!!