domingo, 25 de mayo de 2014

Las dos caras de Formentera

Me acuerdo de cosas al azar. Así que esto será como el tema a desarrollar en un examen de oposición: sacaré una bola cualquiera, y sea cual sea la que toque, empezaré a recitar.

Me acuerdo por ejemplo de un par de expresiones que escruté en caras distintas, y que al repetirse de esa manera, acuñaban casi la moneda oficial de la isla. Una expresión preocupada y una expresión de embeleso. Hablabas con ellos, con los residentes, y a los pocos minutos cualquiera de ellas aparecía. Primero una, después otra, sucediéndose la sombra y la luz, la luz y la sombra, como en un cielo lleno de nubes algodonosas.

Primero solía llegar el gesto de embeleso. O no, no era un gesto, sino un estado más o menos duradero. Quien estaba allí, y también quienes íbamos llegando, esperábamos algo sin querer demostrarlo, haciéndonos un poco los tontos, como cuando el día de tu cumpleaños te ponen una excusa idiota para llevarte a tu casa, y tú disimulas que la fiesta te ha pillado por sorpresa. Había en todos nosotros una predisposición para el cambio, sólo que a mí quizás me daba un poco de vergüenza admitirlo. Una esperanza, un proyecto de higiene vital y renacimiento. Puede que hubiera un misticismo contagioso en el aire, igual que en otros trozos de costa hay mojito y bronceador con olor a coco, o cerveza y fritanga. Que fuera efecto de una insularidad no profanada por lo masivo del avión o el crucero: para llegar, por narices tienes que dejar a tu espalda alguna tierra firme y, antes de divisar el puertecito casi africano, dejarte llevar sobre las aguas. Quizás el vaivén del barco, la fluidez y profundidad que el cuerpo intuye bajo la cáscara metálica, se inscribe de alguna manera en la mente. Todos estábamos dispuestos a vestirnos en la isla con una ropa más ligera y más limpia.

Y era gracioso, porque los veteranos la tuteaban. Hablaban de ella como si fuera una persona; no, como si fuera la deidad responsable de gestionar la liberación esperada. Decían que había que estar atento y aceptar lo que la isla tuviera a bien traerte o quitarte, regalarte o desplumarte. Y diciéndolo se les iluminaba la cara. Todo el mundo trataba de hacerse digno. Todos tenían fe en que la isla les devolviera la libertad o la calma. Era hermoso ver esa credulidad asomando bajo la piel bronceada.

Entonces el clima cambiaba, y una nube cruzaba el cielo radiante. El que hablaba volvía a meterse en su pellejo y se olvidaba un poco de su propio cambio. La isla perdía sus poderes y volvía a ser un pedazo de geología rodeado de agua estéril por todas partes. Así era como de pronto la preocupación de la sequía se adueñaba de la charla: hacía un montón de meses que no caía una gota; los trigos y los pastos se estaban agostando; la tierra, una pura costra, los pozos cada vez más salobres, la amenaza apocalítica de un agosto infectado de turismo cada vez más cercana. Había inquietud en las caras y una sinceridad más fiable: el miedo es más difícil de impostar que la alegría.

Esas eran las dos caras de la moneda, y eso es lo que yo vi en la isla: un mar de color radicalmente turquesa, demasiado raro, demasiado hermoso como para no confiarle tus riendas; lo bastante incomprensible como para permitirte creer en su divinidad. Y una red de caminos sin flores ni hierba, una masa sedienta de pinos y de sabinas, de matorral ratoneado y mugriento. Un polvo sepia que volvía vulnerable la belleza de las postales y mojaba de ternura el paisaje.

En conjunto, algo de lo que uno es incapaz de olvidarse.


2 comentarios:

  1. lectoraadicta25 mayo, 2014 23:30

    Dan ganas de irse para allá, lo antes posible.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hazlo. ya. Antes de que los italianos invadan la isla.

      Eliminar