miércoles, 6 de julio de 2016

Recreo y aula en el mismo sitio

 
El huerto es un patio de recreo donde podría pasar horas, si me sobraran. Allí olvidaría muchas de las lecciones que he aprendido en los últimos treinta años. Mantenerme limpia. Tenerle respeto a las alturas y las ortigas. Usar zapatos. Hurgaría en la tierra para montar un arca con los bichos a los que Noé no hizo puñetero caso. Entraría en seria competencia con los mirlos a la hora de robar higos. Leería en la horquilla de los aguacates. Olería y olería hasta caer borracha.

El huerto es el lugar donde el corazón siempre tiene la manía de subirse a la garganta. Mi padre hace de maestro de ceremonias. Me lleva por aquí y allá como si yo fuera una rusa rica que quisiera comprarle un chalet de lujo a su inmobiliaria. Mira qué fresas. Aquí he puesto los tomates que el manchego me trajo. ¿Tú cómo te explicas que los pulgones se hayan cebado con este granado y a este lo hayan dejado intacto? Ya vienen naciendo judías. Hemos hecho esto muchas veces. Es como si la dulzura fuera brotando mágicamente a su paso. 


Es tan bonito
 

También es el lugar al que siempre defraudo. Donde engordan igualmente mi indolencia y mi falta de compromiso. Yo miro y me embeleso y me lleno de fruta la camiseta y me rajo. Entonces vuelvo a la casa y esa Silvia diestra y con callos en las manos que asomó la cabeza se marchita. En alguna combinación improbable de sol y sombra vive alguien que se me parece y sabe cosas. Cómo se enhebran las matas en una trama de cañas. Cómo hacer para que el agua corra pero no se escape. Cómo saber exactamente las ramas que sobran y lo que debe ser cercenado. Cómo convertir la azada en una extensión de brazos y espalda. Cómo dedicarse sin fisuras a algo.

Pero aunque aquí no haya sudor mío, sí hay alguna ocurrencia. He colado boniatos y limas en la oferta clásica de esta tierra. El maracuyá está colonizando la malla que separa la parcela del arroyo. Otro de mis caprichos. En el mejor de los mundos posibles, mujeres y hombres son iguales, el Mediterráneo no es una tumba, las especies no se extinguen y yo bebo zumo de maracuyá a hectolitros. Para mí su sabor revienta los límites de lo que fisiológicamente se considera gusto. Es sexo brutal y amor y brujería. Pero todos sabemos en qué mundo tosco vivimos. De todas sus flores estrambóticas, no ha cuajado ni una.

En ese mundo ideal tampoco habría que decidir dónde poner el tiempo, y en el mismo día yo podría ir a la playa, escribir, dormir como un gato, salir a correr y estudiar las razones por las que ciertas cosas no fructifican. Rastrear las pistas de por qué sucede, o no, lo que sucede. ¿Faltan insectos que polinicen, hay que encontrar la ecuación exacta de suelo y clima, se escapa alguna clave genética, olvido que la paciencia también fabrica? Mientras yo me pregunto por qué y por qué, y como fresas a puñados y después me olvido de todo, la planta se propaga febril y estéril por alambres y árboles vecinos. Ese debe de ser mi sello característico.

Tampoco es que me importe mucho. El mundo y yo podríamos ser mejores, pero siempre habrá algo dulce y luminoso que echarse a la boca.

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