El huerto es un patio de recreo donde
podría pasar horas, si me sobraran. Allí olvidaría muchas de las
lecciones que he aprendido en los últimos treinta años. Mantenerme
limpia. Tenerle respeto a las alturas y las ortigas. Usar zapatos.
Hurgaría en la tierra para montar un arca con los bichos a los que
Noé no hizo puñetero caso. Entraría en seria competencia con los
mirlos a la hora de robar higos. Leería en la horquilla de los
aguacates. Olería y olería hasta caer borracha.
El huerto es el lugar donde el corazón
siempre tiene la manía de subirse a la garganta. Mi padre hace de
maestro de ceremonias. Me lleva por aquí y allá como si yo fuera
una rusa rica que quisiera comprarle un chalet de lujo a su
inmobiliaria. Mira qué fresas. Aquí he puesto los tomates que el
manchego me trajo. ¿Tú cómo te explicas que los pulgones se hayan
cebado con este granado y a este lo hayan dejado intacto? Ya vienen
naciendo judías. Hemos hecho esto muchas veces. Es como si la
dulzura fuera brotando mágicamente a su paso.
Es tan bonito |
También es el lugar al que siempre
defraudo. Donde engordan igualmente mi indolencia y mi falta de
compromiso. Yo miro y me embeleso y me lleno de fruta la camiseta y
me rajo. Entonces vuelvo a la casa y esa Silvia diestra y con callos
en las manos que asomó la cabeza se marchita. En alguna combinación
improbable de sol y sombra vive alguien que se me parece y sabe
cosas. Cómo se enhebran las matas en una trama de cañas. Cómo
hacer para que el agua corra pero no se escape. Cómo saber
exactamente las ramas que sobran y lo que debe ser cercenado. Cómo
convertir la azada en una extensión de brazos y espalda. Cómo
dedicarse sin fisuras a algo.
Pero aunque aquí no haya sudor mío, sí
hay alguna ocurrencia. He colado boniatos y limas en la oferta clásica de
esta tierra. El maracuyá está colonizando la malla que separa la
parcela del arroyo. Otro de mis caprichos. En el mejor de los mundos
posibles, mujeres y hombres son iguales, el Mediterráneo no es una
tumba, las especies no se extinguen y yo bebo zumo de maracuyá a
hectolitros. Para mí su sabor revienta los límites de lo que
fisiológicamente se considera gusto. Es sexo brutal y amor y
brujería. Pero todos sabemos en qué mundo tosco vivimos. De todas
sus flores estrambóticas, no ha cuajado ni una.
En ese mundo ideal tampoco habría que
decidir dónde poner el tiempo, y en el mismo día yo podría ir a la
playa, escribir, dormir como un gato, salir a correr y estudiar las
razones por las que ciertas cosas no fructifican. Rastrear las pistas
de por qué sucede, o no, lo que sucede. ¿Faltan insectos que
polinicen, hay que encontrar la ecuación exacta de suelo y clima, se
escapa alguna clave genética, olvido que la paciencia también
fabrica? Mientras yo me pregunto por qué y por qué, y como fresas a
puñados y después me olvido de todo, la planta se propaga febril y
estéril por alambres y árboles vecinos. Ese debe de ser mi sello
característico.
Tampoco es que me importe mucho. El mundo
y yo podríamos ser mejores, pero siempre habrá algo dulce y
luminoso que echarse a la boca.
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