Lo natural es tan sigiloso que a veces
parece invisible, y sin embargo, siempre acude a sus citas con una
puntualidad extraordinaria. Hace un par de semanas, en un cafetería,
mencionábamos mi tía y yo la manera en que las primeras lluvias se
habían sincronizado con el comienzo oficial del otoño. En ese
momento puse yo carita de té a las cinco, como diciendo, muy
estirada, “vaya, vaya, querida, qué previsible, esta
meteorología”. En cambio, ayer, el primer “uh” sonó justo,
justo, cuando las palabras del libro
que acababa de retomar se estaban desdibujando, y cuando más necesitábamos que un hechizo
nos rescatara a Jose y a mí de la preocupación en la que llevábamos un rato
instalados. Sonó ese primer “uh”, bajito, aislado, como
tanteando el terreno, y nosotros, dentro del coche, nos quedamos
callados. “¿Será...”, nos dijimos con la mirada. Pero no
continuamos la frase, porque todavía teníamos que terminar las que
nos traíamos entre manos.
Estábamos en medio de cierta polémica.
Resulta que nuestra Delegación de Medio Ambiente se traslada de
manera inminente a la otra punta de la ciudad, lo que nos obligará a
coger el coche para ir todas las mañanas al trabajo, y a levantarnos
todavía más temprano, si queremos llegar con puntualidad. Y resulta
que, como consecuencia de un mandato gubernamental especialmente
kafkiano, ya mismo deberemos comenzar el horario no a las ocho, como
lleva pasando desde los tiempos de Keops, sino a las siete y media.
Lo que nos obligará a levantarnos todavía más temprano si
queremos, etc, etc. Y, a ver, que yo ya me estoy levantando a las
seis y media. La perspectiva de hacerlo una hora antes me provoca,
simplemente, escalofríos. Jose no entiende porque hago pucheros cada
vez que sale el tema. “Sólo va a ser media hora, una hora como
mucho, mujer”, dice, y pronuncia la palabra “mujer” como
haciéndome un favor, porque está claro que, a sus ojos, me estoy
comportando como una cría. “No estoy dispuesto a cambiar toda mi
vida por una hora”, termina su parte del diálogo, tajante. Yo
acabo de insinuar que quizás nos convendría dejar nuestra preciosa,
cálida y adorable madriguerilla con vistas a Sierra Nevada.
Y, sí, puede que esta vez vayan a
catearme en la asignatura de madurez, y que esté demostrando ser más
rígida y egoísta de lo que creía ser, viendo como anda últimamente
el percal del trabajo. Pero lo cierto es que una hora de más sí te
cambia la vida. Porque o la acortas del sueño, o te acuestas una
hora más temprano. O recuperas por imperativo físico la costumbre
traicionera de la siesta. En resumen, que tienes que dejar de hacer
cosas. Desde luego que podría ser peor, que hay pobre gente que, bla
bla, que tu padre no volvía de la oficina hasta bla bla bla. El caso
es que los sacrificios sólo puedo entenderlos de manera pragmática.
Si sirven para algo, bueno va, no seré yo la que diga que
bienvenidos sean, pero, venga, los acato. Pero imaginad a un papá
que le amputa los brazos a su niño para evitarse la molestia de
tener que cortarle las uñas. Vale, es una comparación idiota. Igual
de idiota que trabajar media hora más, cuando actualmente ya nos
pasamos la mitad de la jornada tocándonos las narices a dos manos.
Adelantar el horario, sin tocar la eficacia o la carga del trabajo a
realizar, no contribuirá a que ahorremos, queridos contribuyentes,
sino a que gastemos media hora más de luz, calefacción e internet.
Y en esas estábamos, Jose todavía con
un gesto displicente en la cara, yo volviendo a mi libro y tragándome
las ganas de gimotear, cuando escuchamos el primer “uh”. Siguió
un silencio. Nos callamos nosotros, se callaron los demás pájaros
parlanchines. “Uh”. Y luego otro “uh”, y otro, y otro,
retumbando en la pared de piedra que teníamos a la espalda, cada vez
más hondos y profesionales, sonando como el mar suena al meterse por
las oquedades de una costa rocosa. Había llegado la hora de la
primera noche, la del búho real, la hora en que las encinas se
adueñan del color negro, para repartirlo luego entre todo lo demás.
Sólo eran las ocho de la tarde. El verano se ha acabado, pero las
guardias de incendios no lo harán hasta el próximo día quince. A
partir de esta hora, si uno quiere hacer algo en las dos que le
restan a la jornada laboral, tiene que elegir entre iluminar el libro
con la pantalla del móvil, o ponerse a escuchar a las rapaces
nocturnas, cuyos cantos se van revelando como en un laboratorio de
fotografía.
Bueno, no necesito ser muy elocuente pare
que os imaginéis lo mucho que mola. Podéis quedaros dentro del
coche, si lo preferís. En el pueblo la gente todavía se reúne en
corrillo a la puerta de sus casas, pero aquí, a media ladera de la
montaña, el calendario se adelanta un mes, por lo menos. A mí me
gusta más quedarme de pie, apoyada contra la carrocería, y dando
gracias a la humilde sensación de seguridad que supone tener abrigo
cuando el viento viene fresco. Se oye aún al búho, a los grillos, a
algún chotacabras todavía más despistado de lo normal. Y más
pájaros cuyos nombres me gustaría poder enseñaros. Pero soy una
forestal muy, muy generalista. Aunque casi es mejor no saber nombres,
para que cuando el silencio se instale en nuestras mentes, no
tengamos ni un asidero, no podamos decir siquiera “un pinzón”,
“una curruca”. Empiezan las conversaciones, los avisos, las
llamadas. Una civilización entera de sonidos que todas las noches se
levanta, haya o no un oído humano para escucharla. Maravilla, y
abruma, y vuelve a maravillar, todo ese entramado de relaciones cuya
finura y complejidad no seremos capaces de descifrar completamente.
Escucho el monte, o pego mi espalda al tronco de la encina, y mis
dilemas sobre el hacer y el tiempo que apremia se desvanecen. Si me
obligasen esta noche a echar otras dos horas de trabajo, podría dar
hasta las gracias.
¿Puedo enviar este post (bueno, quitando el final, que sería contraproducente) a los inútiles que dediden cuántas horas debemos trabajar? ¿Cuántas serían rentables o -más, todavia- ruinosas? ¿Y no podría yo cambiar por la charla de esos inteligentes seres tan inofensivos que se asoman al final del post, esta inagotable, insoportable e insulsa que escucho sin remedio todas las mañanas?
ResponderEliminarTambién habría que traducir lo que dicen las lechuzas, Anonimillas, con esa cara de reviejas sabelotodo que tienen. Funcionarias, completely
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