Ni en un mes de vacaciones
podría ponerme tantas bragas ni leerme tantos libros como los que yo
he vaciado sobre la cama, de la maleta que hice para este descanso de
cuatro días. Se comprueba de nuevo que soy una nulidad cuando se
trata de gestionar el tiempo de las vacaciones. O que, en mi
ingenuidad, siempre tengo fe en que sus horas sin horario van a
presentarse en mi vida vestidas de lentejuelas, moviéndose lentas y
elegantes como una estrella del Hollywood de los cincuenta sobre la
alfombra roja. Y luego resulta que corren tanto, y de manera tan
atolondrada como las de los días laborables.
Por lo menos me ha dado
tiempo a colocar lo que he sacado de la bolsa de aseo. Ahora, en la
estantería del cuarto de baño, puedo ver unas miniaturas de
desodorante y de crema de manos etiquetadas con la fecha de la boda
de mi prima. Voy a mear, y las veo ahí, inocentes en apariencia.
Hago un cálculo de la tira de tiempo que habrá empleado, mi prima,
en pegar tantísimas etiquetas en tantísimos frasquitos, tantísimos
paquetes de kleenex, de horquillas, de limas, de espejos de mano,
como colocó en el aseo femenino del salón donde se celebró su
convite. Y quiero creer que esta pequeña congoja dominical, tan
impropia de mis semanas, es una especie de sentimiento de empatía
hacia ella. Nos pasamos la vida poniendo horizontes muy por delante
de nuestros pies, y trabajando, trabajando para alcanzarlos,
mirándolos a lo lejos y pensando “cuánto queda todavía”, y
luego, andando, de pronto ya estamos ahí, y el horizonte que a la
distancia parecía una montaña, se supera tan fácilmente como una
raya de tiza sobre la acera. Hace falta cierto valor para seguir
marchando hacia el momento siguiente, cuando todavía no hemos
establecido una nueva dirección, ni encerrado dentro de un círculo
una nueva fecha en el calendario.
Y mi valor, a falta de
devolver bragas y calcetines intactos a sus cajitas, y libros a sus
puestos, en el falso desorden de mi casa, flaquea. Jose, postergando
todavía más la recogida del equipaje, se ha quedado colgado de la
pantalla de la tele. Me llama, acudo. Esta tarde no necesito un
estímulo demasiado atractivo para apartarme de mis quehaceres. Diez
minutos después sigo clavada en el sofá, mirando embobada como un
globo de helio le va comiendo metros al cielo. Parecemos, los dos, un
par de ratas embaucadas por el flautista de Hammelin. Puede que esta
sea la aventura más aburrida que jamás se ha retransmitido, pero
nosotros seguimos hipnotizados. 38253 metros. 38256. 38347. A ratos
salimos del trance. ¡Tírate ya!, dice uno. Va a hacerse mermelada,
dice la otra. Y los dos: seguro que un millón de friquis están
escribiendo ahora mismo en Twitter que esto es un fraude, y que si la
posición de la cámara, y la vista de la Tierra, y todos esos
rancios argumentos de cuando Amstrong llegó, o no, a la Luna. Y,
,mientras el globo sigue ascendiendo. Se para. La cápsula se abre.
El hombre se queda con las piernas colgando a treinta y nueve
kilómetros de altura. Te meas. A mí que me da cosita hasta subirme
a una escalera de mano. Y zas. Una caída de cinco minutos, santo
dios. Cuánto entrenamiento, cuánto esfuerzo, cuánto tiempo y
dinero invertidos en subir, para después bajar tan rápido. Ahí
tienes, otra raya de tiza que queda superada.
Cuando el hombre se posa en
Nuevo Mexico, con la misma levedad de la bailarina de una cajita de
música, yo me quedo sin flautista ni excusa para no seguir con lo
mío. Terminar de recoger. Bajar al Opencor a comprar aunque sea una
triste bolsa de ensalada para engañar el vacío de la nevera. Volver
a escribir algo. Bastan tres días sin tocar el ordenador o coger un
bolígrafo para que mi voluntad se convierta en algo tan irreal y
legendario como el hombre que acaba de saltar desde la estratosfera.
Allí, en el pueblo de mi madre, me he parecido mucho más a lo que
era yo hace un año. Han sido tres días, tres, de caída en una
inercia cálida. Días de no imaginar la niñez de la mucha gente con
la que me he topado, lo que les frustra, lo que les mueve, lo que
todos ellos van posponiendo cada vez que se van a la cama. Días de
comer queso y galletas Príncipe, con un pequeño resto de
sentimiento de culpa. De dormir en colchones hundidos por dos
generaciones, ya. De levantarme de una silla para sentarme en un
sofá. Días de olvidar que una vez me ilusionó ser escritora.
Voy pensando en ello
mientras subo la cuesta que lleva a mi casa. En la bolsa llevo
lechuga y tomatitos para mí, y fuet y chocolate para el inquilino
sin problemas de piel. Pienso en lo mucho que he tenido que ascender
para dejarme caer de una manera tan decidida. Las horas escamoteadas
aquí y allá y entregadas al ejercicio de poner palabra tras
palabra. La observación concienzuda. Los experimentos de ensayo y
error con la dieta. La resolución de hacer todo lo que esté de mi
parte para que fregar el cuarto de baño, o picar cebollas, o
agarrame al manillar de una bici, o pasear con la mano derecha
agarrada a alguien, deje de dolerme. Los kilómetros andados por la
ciudad, los metros nadados. Todos los compromisos conmigo misma que,
mejor o peor, he ido cumpliendo. Y pienso en la belleza y la fuerza
de esta voluntad de caer, y en que, en cuanto me pose en el suelo, un
nuevo reto volverá a tomar forma en mi cabeza, otro horizonte
volverá a levantarse ahí delante. No he puesto todavía el punto
final, y mis pies ya se están despegando del suelo.
Eso somos, pompas de jabón,subiendo,bajando,cayendo...
ResponderEliminarYo sigo dando vueltas a ese Gran Reto que nos ilusiona a ratos, aunque creo que no será tan fácil de conquistar como el salto sobre la raya de tiza en el suelo ni siquiera como el otro salto, ese absurdo e inútil desde los treinta y tantos mil metros...
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