martes, 29 de julio de 2014

Viciado


La rejilla de ventilación me mira. Yo la miro con insistencia psicótica. Tengo más sueño de la cuenta, y una incapacidad para echar a rodar la semana que a mí me parece nueva. Sensación de que los continuos cambios de fase, del huerto a la ciudad, de la playa al asfalto, de la siesta a la alarma, terminarán por quebrarme. No suelo creer en el carácter dañino del lunes, pero el mío empieza así, con el rabillo del ojo persiguiendo un detalle arquitectónico perfectamente inocuo.

¿Seguro? ¿De verdad es inofensivo? Para empezar, he sido demasiado benevolente al nombrarlo. Ventilación suena a salubridad, a cosa buena y sencilla que uno puede hacer por sí mismo: abres las ventanas de tu dormitorio, permites que el poco aire fresco que tienes hoy apuntado en tu cartilla de racionamiento barra los efluvios de la madriguera, la atmósfera estancada de la convivencia. Y así te sientes madre: vigorosa y diligente. Pero esta rejilla en concreto no ventila en absoluto. No es una branquia, ni una abertura que conecta la oficina con los ciclos naturales. Es, simplemente, la salida del aire acondicionado. Un respirador artificial. Un símbolo de nuestra poca tolerancia a lo terrenal.

A las nueve de la mañana la rejilla funciona a pleno pulmón, mientras que algunos aún llevamos en el rostro las marcas de la almohada. Fuera ya hace calor, pero tampoco es para  morirse. Fuera, gracias a la rejilla funesta, ni siquiera existe. En invierno le hace un corte de mangas al frío que, seamos honestos, yo jaleo más que nadie. En estos días nos concede la ilusión de que el sudor es una cosa de salvajes. De la oficina al coche, del coche a la casa, de la casa al supermercado, de la tienda al gimnasio: sólo durante estos trayectos la piel se pliega a la meteorología y acata a regañadientes su naturaleza animal. No es preciso irse a rastrear a la Antártida: entre las paredes que acotan nuestro espacio, el cambio climático es una realidad innegable.

Ya, pero yo soy una adulta con un nivel de salud mental aceptable. Tengo que dedicar mi atención a cuestiones más verosímiles. Poco a poco mis tareas van arrancando, mi cerebro coge la rueda del runrún del ordenador. La gente pregunta y yo le respondo, con una facilidad maquinal que sólo esta vez considero una bendición. Arrancarse del sueño: esa forma de deshielo que lo deja todo goteando. Uno se estira, el de más allá bosteza, el de enfrente dice ¿eh? como si un qué tal tu fin de semana escondiera las teorías más oscuras de la física cuántica. Así que no soy yo solamente. 

Llamadme paranoica, pero acabo de descubrir a otra persona con la mirada fija en la rejilla del aire. Todos mantenemos a flote la obra del hábito, todos recitamos el lunes, ¿todos disimulamos? Todo va bien. Esta atmósfera adulterada de dentro de la oficina, esta convicción de que lo que haces de pie es mucho más relevante y útil que lo que haces acostado. Mirarnos como polacos recién llegados a Auschwitz que se obligan a creer que sí, que ahora toca una ducha, una simple ducha. Que el aire que sale por la rejilla es un fluido inofensivo, y no puro aire viciado. 

2 comentarios:

  1. Para mi, que el Lunes podrías haber empezado a escribir una novela negra.

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    1. Mira, me animas. ¿Podré ser alguna vez una escritora leído si me invento un policía con la panza poco trabajada pero con encanto?

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