Es
algo parecido a dejar de engullir un instante la boca de alguien, de
agarrar su carne, para preguntarte cómo habéis podido llegar a
tanto. A veces ni siquiera paras, y el canibalismo se tiñe de
extrañeza. Quién es esta persona con la que estás rozándote y
haciéndote un ovillo; qué fatalidad os ha conducido hasta este
estado ambiguo de intimidad y lejanía. Y realmente no tiene sentido
hacerle un mínimo hueco a las preguntas: momentos así quiebran de
tal manera la rutina, que la trayectoria que ha seguido un par de
cuerpos para tratar de entenderse simplemente desaparece. Se
ennegrece como una hoja de papel arrojada a la chimenea.
Quizás
la comparación esté un poco sacada de quicio, pero así me siento
yo, gateando por un almendral abandonado, notando las primeras gotas
díscolas de sudor del año. La hierba alta cruje ya como nieve, me
ronda la piel, me lanza redes de las que escapo a duras penas. Voy
pisando tomillos, abriendo la mano en abanico al pasar por una mata
de espliego. Levanto a mi paso olores de alcoba. El aire parado zumba
de mosquitos que se me quieren meter por la boca, por la nariz, por
las orejas. El pantalón me pesa tanto como el telón de un teatro.
Es entonces cuando, sin dejar de andar, llega el desconcierto. Cómo
ha vuelto a sucederme, cómo es posible que de repente esté teniendo
estos tratos privados con el verano. El resto de meses ha huido: la
exageración del verde por todas partes, el frío salvaje en la punta
de los dedos, arroyos en cualquier cuneta. Olvidados. Como si no
hubieran existido. Barridos por alguno de estos espartos. No hay
manera de volver a concebir la calefacción, las bufandas, la gente
en las ciudades convertida en un bosque de chimeneas ambulantes. La
mente se abre sólo a lo inmediato: mi cuerpo y el aire; mi cuerpo y
los picotazos; mi cuerpo y las ramas descarnadas; mi cuerpo y los
pastos.
Devoción por las espigas |
Lo que
no quita que este presente arrollador suene ya de algo. Igual que
cuando besas a alguien por primera vez, y te vuelve a parecer el
primer beso de tu vida. La poca memoria que me queda disponible se
humedece de leves recuerdos sensuales: una caricia en los hombros
desnudos y todavía calientes de playa. El olor balsámico de los
mastrantos a la orilla de una charca. Mi pies bajo el agua. Alguna
desapercibida criatura acuática que se desliza como un rayo al notar
mi avance. Un túnel de adelfas en el río Genal. Un hueso de
albaricoque mantenido en la boca hasta que se vuelve suave. Estos
primeros días de idilio con el verano son únicos, y a la vez están
siempre retornando.
Y ya
sé que vendrá también el empacho. Cuando la novedad del calor se
convierta en una cháchara insoportable, y la piel ahora seducida no
aguante más el acoso del aire. Cuando todos los abrazos resulten
pegajosos. Cuando la siesta se vuelva condena bíblica, o el sueño
tóxico de una bella durmiente. Echaré de menos arroparme por la
noche con una sábana, o las primeras gotas de lluvia haciendo
volcanes en el polvo de los caminos. Tendré fantasías de
infidelidad con tazas humeantes y castañas asadas. Estrategias de
septiembre para intentar olvidar que lo mejor de la vida pasa siempre
en verano.
La
fruta que chorrea por la barbilla y que huele a flores de una manera
mareante. El fin del curso escolar. Ese momento en la playa, a eso de
las nueve de la todavía tarde, en que los rayos de sol se tumban y
todo el mundo se queda amablemente callado. La gente que recoge las
toallas, las sombrillas y las sillas, que se limpia los pies de
arena, que le coloca las chanclas a sus niños cuando el mar se ha
vuelto ya rosa, sus caras transformadas como por una ceremonia
religiosa. Los días que se resisten a morirse. La espalda que
recupera su derechura, después de meses de verse sometida al peso de
tanta ropa y tanto frío. La noche que se empapa de olores salinos.
Arrebujarme después de la cena en el porche y echar un primer
sueñecito. Los amigos que dejan aparcada esa chifladura de la
diferencia horaria y la vida que sucede en otros lugares. Canciones
estúpidas que se bailan en grupo. Un tintineo de hielos en el vaso.
Un mapa desplegado sobre las rodillas desnudas. Ríos, viajes,
festivales. Idilios.
Parece que el verano consistiera siempre en airear lo que anda escondido durante el invierno: piel, colores, olores, sensaciones, algunas repetidas, otras nuevas; nos vuelven a sorprender a miles de kilómetros o en esos escasos metros que te sacan de la casa-invierno a un paraíso pequeño y cercano.
ResponderEliminar!Vivámoslo inténsamente!.
ResponderEliminarMil besos.