Son
dos figuritas montadas en una tabla de planchar, paleando la ausencia
de olas a dos centímetros escasos del horizonte. Que no te dé por
eso, Silvia, por lo que más quieras, me susurro con una mezcla de
desconfianza y amabilidad. Pase lo que pase y tengas el hambre que
tengas, no te subas a una de esas, que eres capaz de llegar a
Guantánamo mientras intentas hacerte con el control del remo. El mar
está quieto, y las dos figuritas dependen de la fuerza de sus
brazos. Qué manera de bregar. En la arena, en cambio, se viven los
primeros días del idilio interminable entre mi piel y el verano. Me
he comprado un reposaespaldas que permite una postura regia, y una
benevolencia digna de Buda. No se puede estar mejor. Más en sintonía
con el aire, más desprendida. Como todos los veranos, vuelvo a
levantar un pie contra el cielo pulimentado. Esta es una minúscula
ceremonia personal, un sí quiero que sólo yo entiendo. Adoro esa
combinación de azul y morenez, mi pie contra el cielo, una boda
entre mi cuerpo fugaz y lo tremendo. Resumiendo: que estoy en la
gloria. Las figuritas que reman de pie sobre el agua se han
desplazado apenas un palmo hacia Marbella. Pongo mi mano en
perspectiva sobre sus cabecitas, como un ángel de la guarda. O como
uno de esos idiotas que sujetan la Torre de Pisa.
Alerta.
Empiezo a empatizar con las figuritas. Peligro. Desde ayer soy una
virtuosa de la vagancia. Conozco bien mis límites psicomotrices. Y
al fin y al cabo, bogar en un mar en calma, de pie, con la espalda
ofrecida a unos rayos de sol que en esas lejanías tienen un aspecto
sodomita, no me parece el plan más excitante del mundo. Y, sin
embargo, la idea tiene su atractivo: ahí está uno contra una cosa
muy grande, manteniendo el equilibrio frente a los humores de las
corrientes, con la mucha o la poca fuerza que se tenga en los brazos.
Cuántos metros en vertical habrá entre la tabla que lo sostiene y
la superficie sólida del fondo. ¿Veinte? ¿Cuarenta? Uno ve nada
más que la piel rizada del agua y, pese al miedo, confía. Quizás
si se para a pensar un segundo, porque la pereza de este mar casi en
huelga lo permite, sienta un escalofrío. Cuánta agua, ahí abajo y
alrededor, y qué fragilidad la de uno. Qué fácil agotarse. Qué
fácil que un viento imprevisto te arrastre demasiado lejos de la
playa. Qué sumamente fácil ahogarse. Pero uno continua. Obvia la
columna de incertidumbre que lo separa del fondo, y sigue remando.
Tengo
que abandonar a mis figuritas para no ser seducida. Hoy empezaba el
mes de la aventura, y como siga poniéndome en su lugar, el fin de
semana que viene me veo colgando de la cestilla de un helicóptero,
rescatada a la altura de las Chafarinas. Me quedo mejor con las
criaturas de la arena. Cerca de la orilla vegeta la familia de rusos
que conozco del año pasado. El abuelo delgado y seco como el
rastrojo; la abuela de media tonelada que me ha sonreído cuando he
ido a catar el agua, como si también me reconociera. La hija
talludita, que siempre se aparta unos metros para leer directamente
sobre la arena, con un aire romántico que ni en las novelas de
Turguenev. Y el hijo, o nieto, grande como el Sputnik y con la edad
mental de un borreguito, jugando siempre a enterrar sus pies,
mugiendo muy de vez en cuando y rompiéndome el alma de ternura. Los
quiero, y quiero volver a encontrarme con ellos cada año. Que verlos
bajo su sombrilla, hechizados por el sol como líquenes de la tundra,
sea otra pequeña boda íntima, otro rito iniciático del verano.
Mi pie
contra el cielo, un nuevo año. Los robinsones remando contra la
calma chicha. Los rusos tan quietos, como si posaran. De repente me
veo pensando en lo que será de mí dentro de, pongamos, diez años.
¿Seguiré enamorada de la playa, desnudándome y ofreciendo mi
versión más confiada en la orilla? ¿Seguirán mis pies pisando
esta arena? ¿Y los rusos, con más arrugas, más kilos, más
soledad y todavía más inocencia? ¿Qué será de mi cuerpo? ¿Me
habrá absuelto la dermatitis, me oprimirán nuevas tristezas
físicas? ¿Habré desarrollado nuevos músculos y flaquezas? ¿Qué
rutina habré dejado en suspenso, mientras me dejo querer por el sol?
¿Dónde viviré? ¿Quizás la casa con flores en el tejado y un par
de hamacas en la vieja era se haya materializado? ¿Con quién?
¿Alguno de los que quiero se habrá pensado mejor lo de seguir
respirando? ¿Habrá nombres nuevos en los contactos de mi
teléfono?¿Qué me levantará por las mañanas? ¿Nos habremos
atrevido a dar de comer a gente desconocida en el patio de aquella
casa? ¿Tendré por fin la suficiente paciencia y sabiduría como
para hacer crecer un huerto? ¿Qué textura tendrá mi tiempo? ¿Qué
me quitará el sueño? ¿Qué cuestiones clavadas en mi mente como
cimientos? ¿Qué nuevas guerras, qué volumen de aire reído o de
lágrimas? ¿Qué nueva conformidad?
Se me
ocurre plantearme todo eso, tan sólo unos instantes. Una columna
insondable de preguntas. Luego regreso a la superficie rutilante de
mi día, y sigo remando con mi contento. Mi aventura es parecida a la
de las figuritas .
¿Qué será, será...? decía la canción.
ResponderEliminarBesazo.