sábado, 1 de junio de 2013

Paddle-surfeando la vida

Son dos figuritas montadas en una tabla de planchar, paleando la ausencia de olas a dos centímetros escasos del horizonte. Que no te dé por eso, Silvia, por lo que más quieras, me susurro con una mezcla de desconfianza y amabilidad. Pase lo que pase y tengas el hambre que tengas, no te subas a una de esas, que eres capaz de llegar a Guantánamo mientras intentas hacerte con el control del remo. El mar está quieto, y las dos figuritas dependen de la fuerza de sus brazos. Qué manera de bregar. En la arena, en cambio, se viven los primeros días del idilio interminable entre mi piel y el verano. Me he comprado un reposaespaldas que permite una postura regia, y una benevolencia digna de Buda. No se puede estar mejor. Más en sintonía con el aire, más desprendida. Como todos los veranos, vuelvo a levantar un pie contra el cielo pulimentado. Esta es una minúscula ceremonia personal, un sí quiero que sólo yo entiendo. Adoro esa combinación de azul y morenez, mi pie contra el cielo, una boda entre mi cuerpo fugaz y lo tremendo. Resumiendo: que estoy en la gloria. Las figuritas que reman de pie sobre el agua se han desplazado apenas un palmo hacia Marbella. Pongo mi mano en perspectiva sobre sus cabecitas, como un ángel de la guarda. O como uno de esos idiotas que sujetan la Torre de Pisa.

Alerta. Empiezo a empatizar con las figuritas. Peligro. Desde ayer soy una virtuosa de la vagancia. Conozco bien mis límites psicomotrices. Y al fin y al cabo, bogar en un mar en calma, de pie, con la espalda ofrecida a unos rayos de sol que en esas lejanías tienen un aspecto sodomita, no me parece el plan más excitante del mundo. Y, sin embargo, la idea tiene su atractivo: ahí está uno contra una cosa muy grande, manteniendo el equilibrio frente a los humores de las corrientes, con la mucha o la poca fuerza que se tenga en los brazos. Cuántos metros en vertical habrá entre la tabla que lo sostiene y la superficie sólida del fondo. ¿Veinte? ¿Cuarenta? Uno ve nada más que la piel rizada del agua y, pese al miedo, confía. Quizás si se para a pensar un segundo, porque la pereza de este mar casi en huelga lo permite, sienta un escalofrío. Cuánta agua, ahí abajo y alrededor, y qué fragilidad la de uno. Qué fácil agotarse. Qué fácil que un viento imprevisto te arrastre demasiado lejos de la playa. Qué sumamente fácil ahogarse. Pero uno continua. Obvia la columna de incertidumbre que lo separa del fondo, y sigue remando.

Tengo que abandonar a mis figuritas para no ser seducida. Hoy empezaba el mes de la aventura, y como siga poniéndome en su lugar, el fin de semana que viene me veo colgando de la cestilla de un helicóptero, rescatada a la altura de las Chafarinas. Me quedo mejor con las criaturas de la arena. Cerca de la orilla vegeta la familia de rusos que conozco del año pasado. El abuelo delgado y seco como el rastrojo; la abuela de media tonelada que me ha sonreído cuando he ido a catar el agua, como si también me reconociera. La hija talludita, que siempre se aparta unos metros para leer directamente sobre la arena, con un aire romántico que ni en las novelas de Turguenev. Y el hijo, o nieto, grande como el Sputnik y con la edad mental de un borreguito, jugando siempre a enterrar sus pies, mugiendo muy de vez en cuando y rompiéndome el alma de ternura. Los quiero, y quiero volver a encontrarme con ellos cada año. Que verlos bajo su sombrilla, hechizados por el sol como líquenes de la tundra, sea otra pequeña boda íntima, otro rito iniciático del verano.

Mi pie contra el cielo, un nuevo año. Los robinsones remando contra la calma chicha. Los rusos tan quietos, como si posaran. De repente me veo pensando en lo que será de mí dentro de, pongamos, diez años. ¿Seguiré enamorada de la playa, desnudándome y ofreciendo mi versión más confiada en la orilla? ¿Seguirán mis pies pisando esta arena? ¿Y los rusos, con más arrugas, más kilos, más soledad y todavía más inocencia? ¿Qué será de mi cuerpo? ¿Me habrá absuelto la dermatitis, me oprimirán nuevas tristezas físicas? ¿Habré desarrollado nuevos músculos y flaquezas? ¿Qué rutina habré dejado en suspenso, mientras me dejo querer por el sol? ¿Dónde viviré? ¿Quizás la casa con flores en el tejado y un par de hamacas en la vieja era se haya materializado? ¿Con quién? ¿Alguno de los que quiero se habrá pensado mejor lo de seguir respirando? ¿Habrá nombres nuevos en los contactos de mi teléfono?¿Qué me levantará por las mañanas? ¿Nos habremos atrevido a dar de comer a gente desconocida en el patio de aquella casa? ¿Tendré por fin la suficiente paciencia y sabiduría como para hacer crecer un huerto? ¿Qué textura tendrá mi tiempo? ¿Qué me quitará el sueño? ¿Qué cuestiones clavadas en mi mente como cimientos? ¿Qué nuevas guerras, qué volumen de aire reído o de lágrimas? ¿Qué nueva conformidad?

Se me ocurre plantearme todo eso, tan sólo unos instantes. Una columna insondable de preguntas. Luego regreso a la superficie rutilante de mi día, y sigo remando con mi contento. Mi aventura es parecida a la de las figuritas .

1 comentario:

  1. ¿Qué será, será...? decía la canción.
    Besazo.

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