domingo, 30 de diciembre de 2018

Una seta cualquiera. Un propósito sólo.



Llevo unas semanas todo lo obsesionada que me permite mi desorganizada consciencia con una seta amarilla y grande. Una seta vulgar que se ha alojado en mi memoria con tan pocos atributos específicos que, si tuviera que dibujarla, no me saldría nada menos genérico que la casa de tejado triangular que levanta en el papel un crío de cinco años. He hojeado la mejor guía que tengo. He rastreado las imágenes que los algoritmos de Google ofrecen al teclear “seta amarilla grande”. No le asocio otra peculiaridad sensorial o taxonómica; no he podido atesorarla con la carga de deseo, temor o mito que me hace capaz de identificar un puñado de especies. Una condenada seta cualquiera, vista a primeros de diciembre al pie de unos alcornoques. Amarilla. Grandona como lo barato. Elusiva. Anónima.

No me la quito del segundo plano de mi cabeza, un poco por curiosidad toreada y un mucho por remordimiento. La vi por primera vez mientras paseaba con mi familia por el borde del bosque. Resulta que mi padre podría encontrar espárragos trigueros en Groenlandia: tiene un talento desaprovechado para el rastreo y no se le escapa nada que a priori pueda ser comestible. Todo un señor paleolítico que, en pleno desempeño de sus capacidades, ese día me reclamó unas cuantas veces para preguntarme por qué por allí quedaban todavía madroños maduros, o cuál era el nombre de aquella mata, aquel arbusto. En una de esas me señaló, estrellitas en los ojos, un grupo de setas carnosas. Amarillas. Tirando a grandes. Arrancada de mi habitual mariposeo, le espeté un yoquesé arisco. Tengo esa espinita enquistada en mi vocación amable desde entonces. Y ahora quiero acabar el 2018 pensando, con toda la insistencia que mi holgazana mente me concede, en aquella seta cuyo nombre ignoro.

A ver, a mí no me sale hacer balances de fin de año, porque si la vida fuera una empresa colapsaría al rato a fuerza de imprevistos. No los hago porque en mi cerebro el tiempo se guarda en el mismo cajón que los cables: no tengo una gran pericia para almacenar los años sin que se me formen nudos, y mi noción de lo que he vivido éste es un tanto vaga. Definitivamente no hago balances, como tampoco me planteo ya seriamente trazar propósitos, porque el tiempo es un chisme abstracto que, como el agua, no puede cortarse en tajadas. Cuadrar un año que sólo se acaba en la mente humana y plantear un apunte de presupuesto vital para el siguiente: me parecen simplezas sólo un poco menos forzadas que un bautizo laico.

Pero hoy me apetece convertir mi seta en símbolo. Quiero tenerla bien presente, como recordatorio de adónde quiero enfocar mis trabajos. Quiero que me coja del hombro y me reconduzca hacia ese bosque al que no me canso de ligarme mediante supuestas relaciones de pertenencia. Digo que es mío y lo llevo allá adonde vaya, en el espacio y el tiempo. He dejado tantos rastros de amor en él que a la fuerza tengo que ser suya, me digo. Y sin embargo... Quiero que mi seta se ponga pesada y me advierta repetidamente que el amor es conocimiento, que el conocimiento es amor, y todo lo demás, galanteo y periferia.

Sobre todo, quiero saber el nombre de las cosas para poder compartirlas. Quiero ofrecer esa seta a mi padre, aunque no se coma ni sirva para mucho más que para ratificar la opulenta diversidad de lo vivo. Quiero que no se me olvide más que ser amable es el único propósito por el que vale la pena apostar cada año.

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