sábado, 22 de septiembre de 2018

Volver diminuta


No esperes una gran primera frase. De hecho, yo no confío en primeras ni en últimas grandes frases. Pienso en esos epitafios orales como monumentos de algunos moribundos ilustres: la muerte en la cama debe de ser un asunto demasiado gradual como para que uno se ponga estupendo sin quedar en rídiculo, si el último suspiro se retrasa. Por eso, seré casi insignificante. Después de pausas como ésta es preciso ser humilde y aprender a dar pasos pequeños. Después de casi romperme el sacro, o el coxis, o como quiera que anatómicamente se denomine el lugar donde mi humanidad disimula su nostalgia del mono, es lo que debería hacer también con mi cuerpo. No pretender que el golpe y la convalecencia siguiente no han sido. Vacilante aún, no tratar de superar en centímetros el último salto ágil. Las ausencias prolongadas deberían ser sanadas con gestos modestos.

Así que escribiré como si acabase de descubrir el mecanismo de ensartar letras, una ristra de zarzamoras enhebrada en una brizna de hierba. Escribiré como si nunca lo hubiera hecho antes. Me plegaré a la verdad cotidiana de que a veces un paseo lento es una forma de arrojo. Y recuperaré la certeza, por muy a autoayuda que suene, de que la felicidad y el dolor en mayúsculas se construyen con ladrillitos.

Es que llevo días herida y salvada por lo pequeño:

Este piso diminuto ha sido tomado por las pulgas, y en las cuatro piernas que la habitan se dibujan constelaciones de ronchas.
Antes de encender el ordenador me he comido una mousse de chocolate con una lentitud que podría ser considerada una variante erótica, o meditativa, o de arte.
Por culpa de esa lesión que no me cuido, porque mi inquietud prefiere el dolor al varamiento, no puedo tumbarme boca arriba. Lo hago y es como si me aplicaran ahí cables de una picana. Un aguijonazo eléctrico perfectamente reducido que me impide flotar en la cama y evadirme.
No sé dónde colocar, hasta que lo regale, un paquete de leche en polvo para gatitos.
No me había dado cuenta todavía de hasta qué punto me oprimen los espacios atestados y exiguos. A veces la cercanía de tantas cosas sólidas se me hace antipática.
Y tengo leche para gatitos porque hace una semana rescatamos uno de la boca de un podenco y nos lo trajimos a casa. Nos puso patas arriba corazón y paciencia, porque era tan, pero tan nuevo y minúsculo que apenas tanteaba aún las habilidades precisas para sobrevivir por su cuenta. Y sin embargo parecía alimentarse con su propio latido exultante, animalito casi fotosintético.
Hace dos tardes que lo entregamos a una muchacha de ojos afelpados. Me resulta prodigioso cómo un hueco tan pequeño puede crecer y crecer, ensanchar y ahondarse hasta parir todo un continente de nostalgia. También de alivio.
Cómo imparten lecciones imborrables los dolores pasajeros, los encuentros tan fugaces que al pensarlos parecen un sueño, los detalles nimios.
Cómo moldean la vida las pequeñeces casi imperceptibles.
Cómo letra a letra insignificante el silencio se deshiela y se rompe.



Pumuki siempre será una chispita mía. Yo seré para siempre completamente de Pumuki.




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