jueves, 4 de julio de 2013

Foto 1: La silla



Sólo es una silla azul debajo de un árbol. Una de esas con asiento de enea que hace pensar en bisabuelos con boina, noches de verano que se alargan junto a una fachada blanca, pipas crudas sacadas directamente de la roseta del girasol, una a una, como si fueran dientes. Es una silla pequeña que remite a un mundo de gente que no conoció el yogur ni las vitaminas. Y es azul. Como las ceras rabiosas y sin matices que prefieren los niños más pequeños para emborronar papeles. Como las puertas y las contraventanas de Sidi Bou Said. No es que fuera azul, en el tiempo en que todavía no era un caso pintoresco para los profesionales del diseño. Sino que es azul. Tiene restregones y roces, y la enea tontea peligrosamente con el desfonde; es vieja, claro, pero algo en ella se atreve a hacer una demostración heroica de actualidad. Tal vez el color vehemente. Es una silla que invita a sentarse, que apremia casi.

No es difícil imaginarla como un objeto mágico. Una especie de portal de acceso a Algún Lado. Una prueba. De un día para otro apareció bajo la encina que está a la vera del camino. Por aquí hay bastante gente que vive o trabaja todavía en los cortijos que salpican la falda de la montaña. Pasan a menudo junto al árbol que se apoltrona en la rasante, en coches casi igual de desfondados, en tractores, en todoterrenos presumidos. Pero nadie ha reclamado hasta ahora la propiedad de la silla. Los pastores se lavan las manos: ellos siempre han preferido, para sentarse, el tacto de la piedra caliente en el culo. ¿Cazadores? Bueno, los legales saben que no pueden apostarse junto a los caminos, y para los furtivos este no es precisamente el hábitat adecuado. Así que nadie sabe de dónde ha salido. Pero cuando alguien la alude de pasada, los ojos se encuentran. Como si todo el mundo entendiese que ese objeto imprevisto quiere decir algo.

Está de espalda al camino. Mira de cara a la montaña. Alguien la ha puesto ahí ignorando a propósito la vista que del lado opuesto se tiene de la campiña. Carreteras, casas y cercados, olivares. La ciudad al fondo, temblando como un flan a la luz revoltosa de la calina. El que fuera parecía eludir por completo lo humano. Y es comprensible. Vista a esta hora indecisa, más cerca ya de la medianoche que del mediodía, la montaña parece de carne. Un cuerpo desnudo y majestuoso que amenaza con abrazarte. Un equilibrio ideal de redondeces y ángulos. Y está también el pasto seco y crespo que, quizás de manera un poco enfermiza, recuerda al vello púbico. Y las mariposas y las abejas y toda esa sociedad impertinente de bichos. Y todavía algunas flores bravas. Y esta luz que parece un idilio. La silla te atrae hacia su regazo. Asistir al espectáculo solapado de la naturaleza te parece la mejor opción del mundo. Mirar hasta que se te gasten los ojos y la mente se te vuelva ala, roca, tallo. Mirar hasta fundirte con la luz: explotar, expandirte, diluírte, desaparecer. Quizás no sea preciso llegar a tanto. Bastará entonces con repetir el viejo y querido ejercicio de sentarte y alzar la vista a la copa del árbol. Que también parece dispuesto a abrazarte. El dibujo caleidoscópico de cielo y hojas nunca falla: es un arrullo, un cuento para dormir, una sensación de amparo y esperanza. No hace falta ser animista para saber que hay un genio bueno viviendo en el tronco de cada encina.

La silla azul te conquista, y tú estás a punto ya de sentarte y de entregarte al abrazo. Hasta que te das cuenta de que su asiento está en la vertical de la rama más robusta del árbol, y que entre rama y enea cabe perfectamente un hombre puesto de pie. Es como si alguien hubiese vuelto a colocar la silla sobre sus cuatro patas un momento antes de que llegaras.

3 comentarios:

  1. Solo se me ocurren adjetivos que no suelo usar: brutal, es uno de ellos.
    Máder main.
    Me encanta y estremece.
    Muas

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  2. De aquí sale un guión cinematográfico, o una novela de misterio.

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  3. Anónimo entre comillas05 julio, 2013 23:24

    Ya ves, una simple silla...
    O no, o quizás no viste inscrito en uno de sus desgastados travesaños aquello de "esto no es una silla"

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