Sólo
es una silla azul debajo de un árbol. Una de esas con asiento de
enea que hace pensar en bisabuelos con boina, noches de verano que se
alargan junto a una fachada blanca, pipas crudas sacadas
directamente de la roseta del girasol, una a una, como si fueran
dientes. Es una silla pequeña que remite a un mundo de gente que no
conoció el yogur ni las vitaminas. Y es azul. Como las ceras
rabiosas y sin matices que prefieren los niños más pequeños para
emborronar papeles. Como las puertas y las contraventanas de Sidi Bou
Said. No es que fuera azul, en el tiempo en que todavía no
era un caso pintoresco para los profesionales del diseño. Sino que
es azul. Tiene restregones y roces, y la enea tontea
peligrosamente con el desfonde; es vieja, claro, pero algo en ella se
atreve a hacer una demostración heroica de actualidad. Tal vez el
color vehemente. Es una silla que invita a sentarse, que apremia
casi.
No es difícil imaginarla como un objeto mágico. Una especie de portal de acceso a Algún
Lado. Una prueba. De un día para otro apareció bajo la encina que
está a la vera del camino. Por aquí hay bastante gente que vive o
trabaja todavía en los cortijos que salpican la falda de la montaña.
Pasan a menudo junto al árbol que se apoltrona en la rasante, en
coches casi igual de desfondados, en tractores, en todoterrenos
presumidos. Pero nadie ha reclamado hasta ahora la propiedad de la
silla. Los pastores se lavan las manos: ellos siempre han preferido,
para sentarse, el tacto de la piedra caliente en el culo. ¿Cazadores?
Bueno, los legales saben que no pueden apostarse junto a los caminos,
y para los furtivos este no es precisamente el hábitat adecuado. Así
que nadie sabe de dónde ha salido. Pero cuando alguien la alude de
pasada, los ojos se encuentran. Como si todo el mundo entendiese que
ese objeto imprevisto quiere decir algo.
Está
de espalda al camino. Mira de cara a la montaña. Alguien la ha
puesto ahí ignorando a propósito la vista que del lado opuesto se
tiene de la campiña. Carreteras, casas y cercados, olivares. La
ciudad al fondo, temblando como un flan a la luz revoltosa de la
calina. El que fuera parecía eludir por completo lo humano. Y es
comprensible. Vista a esta hora indecisa, más cerca ya de la
medianoche que del mediodía, la montaña parece de carne. Un cuerpo
desnudo y majestuoso que amenaza con abrazarte. Un equilibrio ideal de redondeces y ángulos. Y está también
el pasto seco y crespo que, quizás de manera un poco enfermiza,
recuerda al vello púbico. Y las mariposas y las abejas y toda esa
sociedad impertinente de bichos. Y todavía algunas flores bravas. Y
esta luz que parece un idilio. La silla te atrae hacia su regazo.
Asistir al espectáculo solapado de la naturaleza te parece la mejor
opción del mundo. Mirar hasta que se te gasten los ojos y la mente
se te vuelva ala, roca, tallo. Mirar hasta fundirte con la luz:
explotar, expandirte, diluírte, desaparecer. Quizás no sea preciso
llegar a tanto. Bastará entonces con repetir el viejo y querido
ejercicio de sentarte y alzar la vista a la copa del árbol. Que
también parece dispuesto a abrazarte. El dibujo caleidoscópico de
cielo y hojas nunca falla: es un arrullo, un cuento para dormir, una
sensación de amparo y esperanza. No hace falta ser animista para
saber que hay un genio bueno viviendo en el tronco de cada encina.
La
silla azul te conquista, y tú estás a punto ya de sentarte y de
entregarte al abrazo. Hasta que te das cuenta de que su asiento está
en la vertical de la rama más robusta del árbol, y que entre rama y
enea cabe perfectamente un hombre puesto de pie. Es como si alguien
hubiese vuelto a colocar la silla sobre sus cuatro patas un momento
antes de que llegaras.
Solo se me ocurren adjetivos que no suelo usar: brutal, es uno de ellos.
ResponderEliminarMáder main.
Me encanta y estremece.
Muas
De aquí sale un guión cinematográfico, o una novela de misterio.
ResponderEliminarYa ves, una simple silla...
ResponderEliminarO no, o quizás no viste inscrito en uno de sus desgastados travesaños aquello de "esto no es una silla"