lunes, 15 de julio de 2013

Foto 3: Flotando

 
Lo bueno de la bruma es que te permite imaginar que estás en cualquier sitio


Al principio es el miedo. Siempre el miedo, y después, el aborrecimiento inmediato que provoca reconocer la endeblez en uno mismo. A simple vista el oleaje no parece demasiado preocupante: el barco cabecea apenas lo justo como para que no se pueda confundir su movimiento con el que haría cualquier autobús de línea. Es uno de esos vaivenes que nos encandilan, empezando desde la cuna, pasando por el columpio, y terminando en camas sucesivas. Pero el miedo es histriónico; uno de esos actores que hace tiempo tuvieron su momento de gloria, y que se desviven por seguir interesando. Yo me agarro a la baranda, y decido concentrarme en mis puras sensaciones físicas. El metal está viscoso y frío como la frente de alguien a quien le acaba de bajar la fiebre. El nublado me eriza el vello del brazo. El azul del mar es una estafa: es negro, es gris marengo, es mercurio, es del color del agua donde se enjuagan pinceles, y al fin, sí, es algo parecido al azul marino. Los pescadores, guau, qué tíos. Jamás volveré a ponerle pegas al precio de las sardinas. Y qué me dices de los navegantes polinesios, ahí, comiendo distancias inconcebibles a bordo de sus cáscaras de plátano, sin poder echar mano de un mal astrolabio o una lata de conserva. Bajo esta superficie de cháchara e impresiones, sigue empujando esa imaginación enfermiza que calibra las posibles consecuencias. Y si el capitán va hoy con una cogorza de anís. Y si chocamos con cualquiera de los barcos que hacen del Estrecho su particular M-30. Y si nos hundimos, y ya no, ya es imposible que lo que aprendí el año pasado en las clases de natación pueda llevarme de vuelta hasta el puerto.

A la media hora de navegación la niebla se espesa, el mar parece que hierve, y quizás mi cuerpo se ha acostumbrado ya al bamboleo. O quizás es que el miedo se consume a sí mismo. No se ve costa, ni europea ni africana, y a mí eso ha dejado de importarme, misteriosamente. Es como si hubiera caído en uno de esos sueños repentinos de los cuentos, en los que al protagonista siempre le suceden cosas. Y entonces es cuando empiezan a fisgarnos los calderones, que siguen nuestro paso con amable displicencia. Nos miran educadamente, como a extravagantes animalillos de un zoo. Emergen, se zambullen de nuevo, vuelven a asomar ese melón forrado de neopreno que tienen por cabeza, en un vals perfectamente acompasado con el ritmo de las olas. Uno se queda absorto contemplando las eses con que bordan el aire. Y resoplan. Es un sonido así como salido del Cenozoico, una versión acústica de la remota luz de las estrellas. En realidad, son monótonos. Apacibles, tranquilones. En el barco los niños empiezan a perder la paciencia, ansiosos por ver de una vez a los delfines y sus fanfarronas acrobacias.

Yo, en cambio, siento como si hubiera asistido a una clase de yoga marino. Me paso el trayecto de vuelta persuadida por el agua, deambulando medio borracha de una punta a otra del barco. En la popa caigo en la trampa fácil que me tiende la estela que vamos dejando. Inevitable pensar cuánto tiempo habrá de pasar hasta que su rastro se difumine del todo. Inevitable hacer inventario de las cosas perdidas que todavía siguen palpitando. Pero mi lugar natural lo encuentro en la proa. Ni siquiera miro al frente, expectante, intentando averiguar si aquel borde de ahí es nube o costa. Sólo presto atención a los primeros metros de agua que nos preceden y que en seguida serán engullidos, que están aquí todavía, pero ya casi se han ido. El barco va rápido ahora, yo voy dentro de un túnel de viento, y apenas si anoto que me va a costar como dos horas de playa recuperarme del frío. Me importa un carajo. El miedo ya no molesta, y a punto estoy de declarar que he vuelto a prendarme. Tal vez uno de estos días, cuando el espacio encerrado entre cuatro paredes se me quede otra vez pequeño, recuerde aquella estela y me diga que ahí hay otra posibilidad para seguir explorando el fervor y la autonomía.

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