Al
principio es el miedo. Siempre el miedo, y después, el
aborrecimiento inmediato que provoca reconocer la endeblez en uno
mismo. A simple vista el oleaje no parece demasiado preocupante: el
barco cabecea apenas lo justo como para que no se pueda confundir su
movimiento con el que haría cualquier autobús de línea. Es uno de
esos vaivenes que nos encandilan, empezando desde la cuna, pasando
por el columpio, y terminando en camas sucesivas. Pero el miedo es
histriónico; uno de esos actores que hace tiempo tuvieron su momento
de gloria, y que se desviven por seguir interesando. Yo me agarro a
la baranda, y decido concentrarme en mis puras sensaciones físicas.
El metal está viscoso y frío como la frente de alguien a quien le
acaba de bajar la fiebre. El nublado me eriza el vello del brazo. El
azul del mar es una estafa: es negro, es gris marengo, es mercurio,
es del color del agua donde se enjuagan pinceles, y al fin, sí, es
algo parecido al azul marino. Los pescadores, guau, qué tíos. Jamás
volveré a ponerle pegas al precio de las sardinas. Y qué me dices de los navegantes
polinesios, ahí, comiendo distancias inconcebibles a bordo de sus
cáscaras de plátano, sin poder echar mano de un mal astrolabio o
una lata de conserva. Bajo esta superficie de cháchara e
impresiones, sigue empujando esa imaginación enfermiza que calibra
las posibles consecuencias. Y si el capitán va hoy con una cogorza
de anís. Y si chocamos con cualquiera de los barcos que hacen del
Estrecho su particular M-30. Y si nos hundimos, y ya no, ya es
imposible que lo que aprendí el año pasado en las clases de
natación pueda llevarme de vuelta hasta el puerto.
A la
media hora de navegación la niebla se espesa, el mar parece que
hierve, y quizás mi cuerpo se ha acostumbrado ya al bamboleo. O quizás
es que el miedo se consume a sí mismo. No se ve costa, ni europea ni
africana, y a mí eso ha dejado de importarme, misteriosamente. Es
como si hubiera caído en uno de esos sueños repentinos de los
cuentos, en los que al protagonista siempre le suceden cosas. Y
entonces es cuando empiezan a fisgarnos los calderones, que siguen
nuestro paso con amable displicencia. Nos miran educadamente, como a
extravagantes animalillos de un zoo. Emergen, se zambullen de nuevo,
vuelven a asomar ese melón forrado de neopreno que tienen por
cabeza, en un vals perfectamente acompasado con el ritmo de las olas.
Uno se queda absorto contemplando las eses con que bordan el aire. Y
resoplan. Es un sonido así como salido del Cenozoico, una versión
acústica de la remota luz de las estrellas. En realidad, son
monótonos. Apacibles, tranquilones. En el barco los niños empiezan a
perder la paciencia, ansiosos por ver de una vez a los delfines y
sus fanfarronas acrobacias.
Yo, en
cambio, siento como si hubiera asistido a una clase de yoga marino.
Me paso el trayecto de vuelta persuadida por el agua, deambulando
medio borracha de una punta a otra del barco. En la popa caigo en la
trampa fácil que me tiende la estela que vamos dejando. Inevitable
pensar cuánto tiempo habrá de pasar hasta que su rastro se difumine
del todo. Inevitable hacer inventario de las cosas perdidas que
todavía siguen palpitando. Pero mi lugar natural lo encuentro en la
proa. Ni siquiera miro al frente, expectante, intentando averiguar si aquel borde de ahí es nube o costa. Sólo presto atención a los primeros metros de
agua que nos preceden y que en seguida serán engullidos, que están
aquí todavía, pero ya casi se han ido. El barco va rápido ahora, yo voy
dentro de un túnel de viento, y apenas si anoto que me va a costar
como dos horas de playa recuperarme del frío. Me importa un carajo.
El miedo ya no molesta, y a punto estoy de declarar que he vuelto a prendarme. Tal vez uno de estos días, cuando el espacio
encerrado entre cuatro paredes se me quede otra vez pequeño, recuerde aquella
estela y me diga que ahí hay otra posibilidad para seguir explorando
el fervor y la autonomía.
"Melón forrado de neopreno".Me mondo.
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