jueves, 11 de julio de 2013

Foto 2: La innecesaria

Fue un momento tan humilde que ni siquiera mereció una fotografía. 

Y, sin embargo, nuestras sombras siguen ahí, pegadas al asfalto, mi mano izquierda echada sobre el hombro de uno; la derecha trabada en la mano del otro. Volvemos los tres de tirar la basura, compinches. Como si nos hubiéramos pasado la cena fantaseando con robar un banco y la excitación nos impidiera ahora separarnos. Apenas si hay cincuenta metros desde el contenedor hasta la verja de la parcela. Pero cuando la coronilla alargada de nuestras sombras empieza a rondar sus muretes blancos, nos parece como si estuviéramos regresando a Ítaca. Exagero, claro, pero desde fuera la casa se ve cálida como una pequeña isla, una promesa risueña de amistad y olor a jazmines. Sobre nuestras cabezas verdaderas puntean tímidamente unas cuantas estrellas. No muchas, en realidad; tal vez tantas como lunares tengo yo en el escote y en los brazos. También el cielo se ve esta noche ligeramente bronceado. Pero hacía tanto tiempo que no veía más que una o dos fúnebres estrellas. Los viejos cielos moteados de antes parecían una patraña tan grande como los soles con ojos y boca de los dibujos infantiles.

Los animales nos esperan detrás de la cancela. Los dos gatos, las dos perras. Así que hasta ellos se habían creído que nos habíamos marchado por quién sabe cuánto tiempo. Huele bien. Huele tan bien, que por un momento me pongo solemne y me digo a mí misma que este olor de la broza ya seca, cuando se impregna de humedad nocturna, es en verdad mi favorito, si es que tengo que establecer jerarquías. Hay algo encapsulado en ese aroma que se resiste a ser descifrado. Las también viejas noches al fresco, quizás. La alegría de poder liberarse uno, por fin, de la gravedad de un techo. O besos en la parte de atrás de una discoteca de verano, de la caseta donde todos los demás deben de estar preguntándose dónde nos hemos metido. Huele tan bien, y estamos los tres vivos y juntos, y hay alivio en los ojos de los bichos, y la casa es tan bonita, y la noche todavía más, que yo no puedo hacer otra cosa que bajar corriendo la cuestecilla de entrada, subiendo las rodillas sin garbo, como un potrillo, recogiendo un haz de aire dulce entre los brazos, gritando yiiiihaaa. Las florecillas rosas de mi vestido parecen a punto de desbaratarse y quedarse calvas; podría apostar a que al final todas dicen me quiere.

No ha pasado nada. Sólo tres personas lo bastante ociosas como para animarse a tirar juntas la basura. Tres siluetas, cuatro animales en plano medio, una casa al fondo, ardiendo como una vela. Nada que, antes de salir, hiciera sospechar la necesidad de sacar la cámara de su funda. Y sin embargo, ninguna foto durará tanto como este recuerdo escrito que se volverá impermeable a la nostalgia. Pasarán los años, tal vez nos ausentemos, pero a mí nada me moverá a añorar algo perdido. No habré de lamentar lo ciega que fui al no darme cuenta de lo fácil que entonces lo teníamos. No me ocurrirá como a veces ahora, esta misma noche, por ejemplo, cuando preparaba la cena en la cocina, y echaba de menos a gente de la que me desentendí hace tiempo. No tendré que ser dos veces más vieja para reconocer que, aunque me pasé la vida esperando algo grande, en realidad siempre fui aproximadamente feliz.

Por eso corrí y grité de júbilo. Supe que ese momento plebeyo era uno de los disfraces de mendigo que a veces escoge la felicidad para pasearse de incógnito por nuestras vidas. 
 

4 comentarios:

  1. ¡Ay, esa sensación de pasarse la vida esperando algo grande!.Como nos engaña, pero como nos mantiene.

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  2. Mi Heidi trotoncilla, brincando por su prado particular.
    Te quiero.

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  3. Sin ganas de ser original, no es necesario: qué preciosidad. Me encanta como describes, te lo he dicho mil veces. Y qué facilmente transportas a cada fotografía, la muestres o no.
    Seguro que todas las flores decían "te quiero", si.

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  4. Anónimo entre comillas13 julio, 2013 22:55

    Ese disfraz es mi favorito, porque suele cogernos desprevenidos y sorprendernos. Por eso nunca he esperado ni espero algo (más) grande.

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