Antes
de acabarme el desayuno ya he activado el modo rastreo. A veces no
necesito siquiera pulsar el botón de encendido: he amanecido ya
alerta, porque anoche, al meterme en la cama, se me olvidó
desconectarme. Mi antena gira incansablemente sobre su propio pie, lo
escruta todo; todo lo registra. Permanece abierta y sigilosa como una
monstruosa planta carnívora. A lo largo del día, soy poco más que
esa antena. Mientras el agua cae por mi cabeza en la ducha; mientras
cocino. Por los pasillos del edificio donde trabajo, o hasta el mismo
instante de quedarme frita en la siesta. Cuando intercambio con
alguien cordiales diálogos que no expresan nada; cuando veo un
documental de viajes; cuando salgo a la calle con un antojo de
helado.
Gracias, Mr. Wiki |
Escucho
en mi mente el zumbido continuo de la antena. Ensuciando el tejido
inmaculado del silencio. Amortiguando el ruido exuberante de lo que
pasa. Vaya adonde vaya, y haga lo que haga, llevo conmigo el radar.
Yo misma soy el radar. Y hay momentos, la verdad, en los que eso me
crispa. Me rebelo contra mi propia especialización. En serio, ¿es
preciso que la persecución ávida de algo que se deje escribir
acapare toda mi energía? Quiero ponerme a salvo de esta
atención enfermiza y, sobre todo, liberar del escrutinio a lo
que me incumbe. Cuando bajo al Opencor a por unos calabacines de
emergencia. Cuando escucho historias de emigración en la radio.
Mientras me depilo las piernas. Cuando leo, incluso.
La
experiencia directa de las cosas palidece, porque yo sólo estoy
pendiente de que salte la presa. Todo queda subordinado a la caza.
Todo puede llegar a convertirse en tema. Y eso, que se suponía que
era la disposición ideal para la escritura, me da la impresión de
que al final la desbarata. Porque es un estado que carece de
inocencia. No hay auténtica apertura. No se abren de par en par los
ojos, los oídos, el corazón, para que el mundo se cuele por ellos e
inunde la conciencia. Se abren como si fueran trampas: lo que sucede
cae ahí y se queda pegado, como una polilla en la tela de una araña.
Aletea, se debate, se termina marchitando. Yo me levanto con el encargo
de escribir algo, y eso le añade dioptrías a mi mirada. No estoy al cien por cien en lo que hago, porque la
expectativa me mantiene ligeramente distante. Lo que escribo
está aún por hacer; el mandato no se relaja. Cuando me levanto del
sofá a hacer unas sentadillas porque ya me duele el culo. Cuando los
paisajes se van deslizando por la luna del coche como en la cinta
transportadora de una fábrica. ¡Cuando leo, incluso! Una voz
imperiosa me ordena que deje de hacer todo eso y que escriba.
Y a mí
a veces ese mandato me parece una especie de autofagia. Queriendo
acercarme íntimamente a la experiencia, me alejo de ella. Como si no
supiera que las cosas tienen que recibirse intactas para poder ser
luego escritas.
Es que creo que ya no hay vuelta atrás: eres escritora.
ResponderEliminarPero esa conciencia que tienes de la "trampa" que describes, solo puede beneficiarte.
Muas gordo.
Eso creo yo. Lo de escritura (ups) y lo del beneficio. El intríngulis es cómo conseguir estar complentamente atento a las cosas que pasan sin pensar interminablemente en devorarlas mediante las fauces de la escritura.
EliminarLo que te pasa, es lo normal. Lo mismo que el fotógrafo lo ve todo como a través de una lente.
ResponderEliminarPalabra de fotógrafa aficionada.
Sí, el problema es cuando no concibes ver el mundo más que a través de esa lente. Como los turistas japoneses.
EliminarMi escritor favorito dicen que los escritores tienen un filtro especial que retiene en su conciencia determinadas cosas que luego escriben... quizá tu filtro solo se está formando y por eso zumba.
ResponderEliminarBesos!
Lo que pasa, creo, es que mi filtro es un Monstruo y un Tirano y un Caníbal y se Alimenta de carne humana.
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