domingo, 14 de julio de 2013

Coleccionar vida

 
El coleccionismo era algo que me solía dar grima. Una vez me llevaron a una casa de tres plantas en la que no había ni un parche de pared vacía. Sólo vitrinas y expositores y estanterías, y un delirio de arcones de madera provistos de bandejas extraíbles, que se deslizaban hacia el exterior con una suavidad de depósito de cadáveres. Y en todos esos muebles, más objetos de los que un cerebro humano medio podría llegar a reconocer y asimilar a lo largo de una vida. Había, yo qué se, cientos de capuchones de bolis Bic mordisqueados por cientos de dentaduras distintas. Variaciones infinitesimales de un mismo diseño de posavasos de una marca de cerveza. Una turba de cuerpos de Barbie decapitados, ordenados con una disciplina marcial que ni los guerreros de terracota del emperador Nosequechang. Una constelación de tapones de botella. Algo así como cien mil cuadernos de dos rayas sin estrenar, cada uno con un mínimo defecto en la horizontalidad de los trazos. Pajitas suficientes como para que toda la humanidad se bebiera al unísono su vaso de granizada. Monedas y monedas y monedas de un duro en las que el perfil del rey se torcía una milésima de milímetro con respecto a la posición estándar establecida para la efigie. Cosas de este estilo, porque lo cierto es que no me acuerdo para nada de ninguna colección en particular. Salí mareada de aquella casa en la que se coleccionaban colecciones. Colocada por la prolija heterogeneidad de las cosas de este mundo. E igual que ahora, pasados seis años del Estrago Holandés, soy incapaz de oler a porro o marihuana sin que me den arcadas, durante mucho, mucho tiempo, no pude dejar de asociar el coleccionismo con algún tipo de transtorno mental.

Y, sin embargo, últimamente tiendo a sentirme conmovida por esa especie rara de delicadeza. Al fin y al cabo, un coleccionista no es más que una persona asombrada a la que le asusta la fragilidad de lo real. Alguien que cae rendido a los pies del detalle, que se desvive por conservar la inagotable minuciosidad de trastos y cachivaches que tuvieron una historia y fueron luego desechados; o que nunca tuvieron oportunidad de ser utilizados, porque una tara ínfima los volvía inservibles; o que son capaces de expresar el carácter único e insustituible de cada uno de los elementos de un conjunto. Un coleccionista es alguien para el que absolutamente todo tiene valor, lo raro y lo repetido infinitamente, lo perfecto y lo incompleto. Algo así como un escritor.

Y también solía creer en la inutilidad de coleccionar experiencias. De hacer esto y esto y esto, y probar aquello y aquello, y sumarlo todo al pasaporte vital, para que luego nos juzguen en función del número de sellos estampados. Pensaba, quizás por reacción ante mi propia glotonería de novedades, que una vida bien vivida se mide más por la calidad de su rutina que por la cantidad de vivencias acumuladas. Yo siempre tuve la curiosidad característica de un afectado por el síndrome de Diógenes. Siempre quise llenar mi tiempo de nuevas actividades, nuevos conocimientos, nuevas personas y nuevos afectos. Hasta que comprendí que ni mucho menos cabía tanto, y que no había manera de asimilar honesta y profundamente tanta experiencia. Más valía conformarse con una sola pareja, dos o tres buenos amigos y no más de dos aficiones intensas, si uno no quería convertirse en una especie de obeso existencial.

Estaba convencida de ello, hasta este fin de semana. Probablemente la teoría de la austeridad me siga valiendo, pero el viernes, mientras me alejaba del puerto de Tarifa en un catamarán, y ayer, montando por primera vez a caballo por la duna de Valdevaqueros, pensaba que ninguna experiencia se derrocha, por muy superficial o limitada que sea. Que aunque mis intereses no empiecen a gravitar a partir de ahora en torno al mar o a la hípica, aunque no me enamore de ello de manera fatal, ni comprenda estas primeras veces como experiencias – bisagra entre un antes y un después, la prueba habrá valido la pena. Aunque sólo sea por haber podido darle una dieta variada a mi sibarita capacidad para sentir miedo. O por percibir de manera directa la exuberancia de las actividades humanas que se desarrollan fuera de los límites de mi cuadradito de mundo. Todo vale. Todo puede ser pasto de un mismo entusiasmo. Todo suma.


1 comentario:

  1. Así somos de complejos: a veces nos atraen los espacios abigarrados,y tiempo despues lo tiraríamos todo para quedarnos solo con lo preciso.
    Así somos de contradictorios, no pasa nada, todo suma.

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