¿Será zoofilia, doctor? |
Se
llama Margarita, y creo que le caigo bien. No sé por qué. Todo el
mundo dice que ella y los de su especie son capaces de oler el miedo
y el aplomo, así que ¿por qué no iba a ser yo capaz de percibir
que entre nosotras hay feeling? Quizás ha notado el modo en que mi
recelo inicial se transformaba, a los pocos metros, en confianza. Soy
suya. Puede hacer conmigo lo que quiera: llevarme adonde quiera,
trotar si le da la gana. Estoy a su merced. Y eso me provoca alegría.
A lo mejor eso es lo que huele en mí: una molécula secreta de
felicidad. Dopaminas. Endorfinas. Aroma a animal bebé. Puede que su
corazón grande como una sandía se haya enternecido.
El
caso es que Margarita no tiene malas pulgas. No se aparta de la ruta
que sabe que le toca. No se despista por los pinares. No se queda
plantada en actitud me cruzo de patas, bípeda culona. Sólo
un par de veces se para para meterse un piscolabis de barrón. La monitora del paseo, que es una ninfa rubia y reidora de la
que se enamorarían hasta los erizos, me recomienda que no la deje
comer. Pero yo la dejo, porque soy una jinete sumisa, y porque me gusta escuchar el rechinar de muelas de esta yegua
avainillada que consiente montarme en su espalda. Me gusta también que
le huela el sudor. Una suave mezcla entre perro mojado y gallinero
que no me desagrada. Porque voy a horcajadas sobre algo que está tan vivo
como yo. Apenas si me doy cuenta, pero mis músculos se acompasan
rápidamente a los suyos. Al día siguiente, lo que yo pensaba que
serían unas ligeras agujetas de reminiscencias post-coitales, se
convierte en dolor generalizado de anatomía. Lo que significa
que mi movimiento le está haciendo coros a los del animal. Siento la
blandura de sus flancos a través de la tela fina de mi pantalón
¡Somos una, Margarita!
Y ella
camina disciplinada y tolerante entre lugares con los que me casaría.
Planta los cascos en la arena blanda con algo que me parece alivio.
Sube una pequeña duna esforzándose de manera un poco cómica, como
para que me sienta amazona exploradora. Baja luego con un trotecillo
que me agita como si fuera una lata de cerveza, y me llena por dentro
de espuma. Se pega a los enebros para que yo pase la mano por ellos;
hace un movimiento sutil, que sólo mi ojo agradecido detecta, sólo
para que una rama de pino no me arranque la cabellera. Va lenta
cuando el turquesa de la playa de Punta Paloma se me pone a tiro de
cámara. Hay cometas multicolores, gente que se atusa el pelo al
salir del agua y que se ve el triple de guapa de lo que debe de ser
tierra adentro. Luego, en el pinar, sortea las raíces venosas de los árboles, y se
contonea para encontrar un paso fácil entre el suelo de arenisca.
Una vez nada más le patina un casco, y ella agita las crines, como
si quisiera tranquilizarme. Margarita es mi amiga, y ya sabe de sobra
que esta es mi primera vez y que le corresponde ser delicada. Porque
una ya tiene una edad, y sus primeras veces empiezan poco a poco a espaciarse.
Qué tierna puedes llegar a ser!!!
ResponderEliminarUn besito.
Sip. Reitero: tengo un marsmallow heart.
EliminarUn beso, queridísimilla.
Preciosa foto!, y a mi también me cae bien Margarita. Es una madraza!.
ResponderEliminarBesos!
Pues suerte que me adoptó este cuadrúpedo, porque tuve que hacer arduos equilibrios para sacar la cámara de su funda y tirar la foto. Elegantemente, a pesar de todo.
EliminarMás besos para ti.
Así de gratificantes deberían ser todas las primeras veces.
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