domingo, 7 de julio de 2013

Al irte

 
Tu madre se pasa la tarde perdiéndose por la casa y la parcela, subiendo a la azotea a tomar el sol, estudiando en el huerto el paso de los días. Un ratito sí que consiente a sentarse con los demás en el porche, sumándose al atomizado grupo de lectura. Vuelve a perderse al momento. Como si no quisiera que sus ganas públicas de llorar impugnaran aquello que te dijo de que marcharte del país no sería algo tan dramático.

Las primeras palabras de tu padre después de dejarte son que no estará tranquilo hasta que no llames diciendo que has llegado sana y salva a tu destino. Lee su libro con la concentración habitual y, sin embargo, hasta que no empiezas a retransmitir en directo la crónica de tu viaje, en forma de chistosos whatsapps, él no para de maldecir mentalmente tu ocurrencia de compartir coche con un desconocido de aspecto no demasiado fiable. Puede que su radical desconfianza no sea de esas cosas de las que uno después se vanagloria. Pero mientras dura, la preocupación invade el espacio sin muebles de la tristeza.

Tu cuñado agradece haber tenido las gafas de sol puestas en el momento de la despedida. Entra y sale del porche al salón y del salón al porche, para revisar la pantalla de su teléfono en busca de las miguitas de pan que vas dejando durante el trayecto. Lee, levanta la vista, espía el rostro de los otros; prepara una sonrisa o un chisme que distraiga, por si acaso se topa con una seriedad más elocuente de lo normal.

Tu hermana no termina de concentrarse en la lectura, y aprovecha el tiempo muerto para pintarse las uñas. Se da perfecta cuenta de que hoy le están quedando especialmente poco pulcras. Entre tanto mira a tu padre y a tu cuñado deslizar sendos dedos por las pantallas de sus e-book. Le da entonces la impresión de que todos prefieren tratarte ahora mismo como a uno de esos aparatos que son pura hoja presente: nadie quiere sopesar las páginas que quedan hasta que te vuelvan a ver. Se pasea tu hermana de acá para allá sobre los talones, con los veinte dedos abiertos como peines viejos a los que les faltaran púas. Parece un practicante torpe de tai-chi. Un mimo que no encuentra otra forma menos ridícula de expresar su turbación.

Tu gata se tiende en el arriate como una emperatriz persa, tolerando por una vez la presencia aparatosa de las perras. No rueda sobre su lomo para manipular con sus gracias a los humanos. No se enrosca en las piernas en busca de una ración más fresca de comida. Parece como si se hubiera propuesto tomarse la vida como Vito, el gato estoico. Cualquiera diría que sabe que te has ido para un tiempo indeterminado.

El viento ha dado una tregua, y a la tarde le falta poco para ofrecer su espectáculo de magia. Los árboles del huerto, y el mar al fondo, y los contornos de la casa, y nuestras caras empezarán a hincharse con la luz carnal del día que se acaba, hasta que todos parezcamos más energía que materia. Es la hora en que tú te duchas y te arreglas y coges ese coche de juguete que tienes para salir con tus amigas. Dejas siempre las toallas por medio, buscas a voces unos zapatos, montas una banda sonora de gorjeos y juramentos.

Tu casa está hoy más silenciosa de la cuenta. 
 

3 comentarios:

  1. Es precioso, triste pero precioso.

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  2. ¡VOLVERÁ!
    Si no está a gusto con su nueva vida, la animaremos a que vuelva con nosotros. Si lo está, y quiere seguir allí donde vá, indefinidamente, nos alegraremos con ella.

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  3. Anónimo entre comillas10 julio, 2013 22:51

    Tiene razón Ficticia.
    Me ha recordado un poemilla (bueno, es prosa) de J.R. Jiménez que me estremece siempre, aunque el otro sea muchísimo más triste, porque habla de una despedida definitiva teñida de pobreza material.
    Agradeceremos que estos inventos de los que renegábamos hasta hace bien poco, nos traigan chispitas de nuestra querida niña de los ojos azules.

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