Tu
madre se pasa la tarde perdiéndose por la casa y la parcela, subiendo a
la azotea a tomar el sol, estudiando en el huerto el paso de los días. Un ratito sí que consiente a sentarse con los demás en
el porche, sumándose al atomizado grupo de lectura. Vuelve a
perderse al momento. Como si no quisiera que sus ganas públicas de
llorar impugnaran aquello que te dijo de que marcharte del país no
sería algo tan dramático.
Las
primeras palabras de tu padre después de dejarte son que no estará
tranquilo hasta que no llames diciendo que has llegado sana y salva a tu destino. Lee su libro con la concentración habitual y, sin
embargo, hasta que no empiezas a retransmitir en directo la crónica
de tu viaje, en forma de chistosos whatsapps, él no para de
maldecir mentalmente tu ocurrencia de compartir coche con un
desconocido de aspecto no demasiado fiable. Puede que su radical
desconfianza no sea de esas cosas de las que uno después se
vanagloria. Pero mientras dura, la preocupación invade el espacio
sin muebles de la tristeza.
Tu
cuñado agradece haber tenido las gafas de sol puestas en el momento
de la despedida. Entra y sale del porche al salón y del salón al
porche, para revisar la pantalla de su teléfono en busca de las
miguitas de pan que vas dejando durante el trayecto. Lee, levanta la
vista, espía el rostro de los otros; prepara una sonrisa o un chisme
que distraiga, por si acaso se topa con una seriedad más elocuente
de lo normal.
Tu
hermana no termina de concentrarse en la lectura, y aprovecha el
tiempo muerto para pintarse las uñas. Se da perfecta cuenta de que
hoy le están quedando especialmente poco pulcras. Entre tanto mira a
tu padre y a tu cuñado deslizar sendos dedos por las pantallas de
sus e-book. Le da entonces la impresión de que todos prefieren
tratarte ahora mismo como a uno de esos aparatos que son pura hoja
presente: nadie quiere sopesar las páginas que quedan hasta que te
vuelvan a ver. Se pasea tu hermana de acá para allá sobre los
talones, con los veinte dedos abiertos como peines viejos a los que
les faltaran púas. Parece un practicante torpe de tai-chi. Un mimo
que no encuentra otra forma menos ridícula de expresar su turbación.
Tu
gata se tiende en el arriate como una emperatriz persa, tolerando por
una vez la presencia aparatosa de las perras. No rueda sobre su lomo
para manipular con sus gracias a los humanos. No se enrosca en las
piernas en busca de una ración más fresca de comida. Parece como si
se hubiera propuesto tomarse la vida como Vito, el gato estoico.
Cualquiera diría que sabe que te has ido para un tiempo
indeterminado.
El
viento ha dado una tregua, y a la tarde le falta poco para ofrecer su
espectáculo de magia. Los árboles del huerto, y el mar al fondo, y
los contornos de la casa, y nuestras caras empezarán a hincharse con
la luz carnal del día que se acaba, hasta que todos parezcamos más
energía que materia. Es la hora en que tú te duchas y te arreglas y
coges ese coche de juguete que tienes para salir con tus amigas.
Dejas siempre las toallas por medio, buscas a voces unos zapatos,
montas una banda sonora de gorjeos y juramentos.
Tu casa está hoy
más silenciosa de la cuenta.
Es precioso, triste pero precioso.
ResponderEliminar¡VOLVERÁ!
ResponderEliminarSi no está a gusto con su nueva vida, la animaremos a que vuelva con nosotros. Si lo está, y quiere seguir allí donde vá, indefinidamente, nos alegraremos con ella.
Tiene razón Ficticia.
ResponderEliminarMe ha recordado un poemilla (bueno, es prosa) de J.R. Jiménez que me estremece siempre, aunque el otro sea muchísimo más triste, porque habla de una despedida definitiva teñida de pobreza material.
Agradeceremos que estos inventos de los que renegábamos hasta hace bien poco, nos traigan chispitas de nuestra querida niña de los ojos azules.