La primera hora de guardia es terrible,
una especie de pérfida alianza entre el calor - pero, un momento,
tiene que haber otra palabra más dramática para designar esta
inflamación aguda del aire -, el sopor de después de la comida y la
trampa textil en que se convierte un uniforme en los días álgidos
del verano. Para combartirla, buscamos cualquier simulacro de oasis,
alguna madriguera en la que nuestras células puedan adquirir un
perezoso metabolismo de osito. A veces es una maternal encina, o un
pino no demasiado desastrado. Otras, un puente de la autovía. Cuando
podemos plantar el coche un ratito a la orilla de un río, nos
sentimos afortunados. Más tarde continuaremos la ruta, con la
ayuda de esa respiración asistida que es el aire acondicionado; le
haremos un chequeo a las áreas recreativas en pos de hipotéticos
síntomas de incendio; veremos y, sobre todo, procuraremos ser
vistos. Pero eso será después de pasar por esa prueba de adaptación
casi darwiniana que es cada uno de los minutos comprendidos entre las
dos y media y las cuatro de la tarde.
Entonces uno sale del coche, y si sus
tejidos son capaces de tolerar el choque de temperatura, se dedica a
estirar un poco las piernas, sin asomar, por supuesto, un solo
centímetro de anatomía fuera del recinto de la sombra. O sigue el
vuelo de las mariposas como si fuera un hipnótico chismorreo sobre
las costumbres sexuales de sus vecinos. O sintoniza el dial de la
radio. O se pregunta por qué las hojas de los fresnos son tan
diferentes de las de los álamos blancos, y cómo es maravillosamente
posible que seres que comparten un mismo espacio tengan estrategias
vitales distintas. O somete su organismo a una dudosa terapia de
bostezos, mientras trata de ponerse al día con la normativa. O
contempla, con una expresión que podría ser de arrobo, o la
manifestación facial de una micro- siesta mal disimulada, las
láminas de una guía de aves. O se empeña en borrar las huellas que
los caminos de toda una provincia han ido posando en el salpicadero
del coche, con un trapo vetusto que deja más mierda que la que
quita. O hace una lista mental de los temas sobre los que podría
escribir por la noche, luego de recuperar la bendita semidesnudez
hogareña y de llenar el buche.
Así que aquí me tienen, superviviente
una vez más de otra primera hora de guardia, y de unas cuantas más,
bien cenada y con las uñas turquesas de los pies a salvo
por fin de las botas de montaña. Ahora me doy cuenta de que, en
contra de lo que pueda parecer, esa hora peliaguda se pasa con un
talante bastante optimista, porque me temo que todos esos temas de
escritura que entonces recopilé alegremente en la libretita de mi cabeza van a
tener que seguir haciendo cola en la puerta por la que se sale del
limbo. Allí esperan ya su turno, pacientemente, los embriones de al
menos tres relatos; un nuevo episodio de la serie Peregrinos -
próximamente en sus pantallas -; una última fotografía para
insertar en el álbum gaditano; una nueva serie, bastante vergonzosa,
que titularé Diarios de la Hipocondría, y que alguna mente
enferma del mundo editorial terminará queriendo convertir en novela;
el menú completo de una semana en la Tasca de Sila; y unos
cientos de chorradas más.
Pero todo eso tendrá que seguir
esperando. Porque si me decidiera por cualquiera de esas opciones,
acabaría con la sensación de estar cumplimentando una simple
actividad de divertimento. Que me parece una motivación
perfectamente respetable. La que más, incluso: uno sólo debería
escribir porque se divierte. Pero cuando se están viviendo días de
reprogramación básica, hacerlo, y dejar el núcleo despellejado de
la existencia en estado latente, no te acerca demasiado a la
honestidad.
Mientras escribo esto, el huevo de
codorniz que se hospeda bajo mi mandíbula sigue pulsando, calentito
como un hamster. Lo bueno de la hipocondría es que, si te atreves a
manejarla con atención y cierto desapego, se convierte en una
herramienta útil para orientar tu mapa personal. El cuerpo
normalmente inadvertido emite mensajes en su propio idioma
extranjero, y te obliga a establecer dialogos, majaderos o sosegados,
con esa cosa abstracta que es tu propia mortalidad. En esa
conversación, la hipocondría es el matón de un mafioso chungo que
te recuerda que, más tarde o más temprano, tendrás que pagar tu
deuda. No muy diferente de la verdadera enfermedad.
Sólo que, justo un paso por detrás del
miedo, camina a menudo el gozo de estar viviendo todavía. Y en esta
noche de luna llena entre algodones, y aire por fin fresco ungiendo
la piel limpia, cualquier cosa que no sea una simple palabra de
afirmación suena a pura cháchara, y debe seguir esperando hasta ser
dicha.
Hay mi pequeña aprensiva... eres sumamente tierna, siempre.
ResponderEliminarAix...
No, soy una absurda autoprogramable.
EliminarUn beso, bonita.
Esta noche nos quedamos con la luna. Sí. Y lo demás sobra.
ResponderEliminarPero siempre algo se gana en el triaje.
Eliminar¡Ay hija mia -ponle el acento mancheguzo-almodovariano-, se te van a aguar los sesos de tanto pensar!
ResponderEliminarAnda relájate un poquito y disfruta.
Vida mia.
Si me relajo más, madre, descontando esos episodíos míos tan simpáticos, me convierto en un alga parda.
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