El
coleccionismo era algo que me solía dar grima. Una vez me llevaron a
una casa de tres plantas en la que no había ni un parche de pared
vacía. Sólo vitrinas y expositores y estanterías, y un delirio de
arcones de madera provistos de bandejas extraíbles, que se
deslizaban hacia el exterior con una suavidad de depósito de
cadáveres. Y en todos esos muebles, más objetos de los que un
cerebro humano medio podría llegar a reconocer y asimilar a lo largo
de una vida. Había, yo qué se, cientos de capuchones de bolis Bic
mordisqueados por cientos de dentaduras distintas. Variaciones
infinitesimales de un mismo diseño de posavasos de una marca de
cerveza. Una turba de cuerpos de Barbie decapitados, ordenados con una
disciplina marcial que ni los guerreros de terracota del emperador
Nosequechang. Una constelación de tapones de botella. Algo así como
cien mil cuadernos de dos rayas sin estrenar, cada uno con un mínimo
defecto en la horizontalidad de los trazos. Pajitas suficientes como
para que toda la humanidad se bebiera al unísono su vaso de
granizada. Monedas y monedas y monedas de un duro en las que el
perfil del rey se torcía una milésima de milímetro con respecto a
la posición estándar establecida para la efigie. Cosas de este
estilo, porque lo cierto es que no me acuerdo para nada de ninguna
colección en particular. Salí mareada de aquella casa en la que se
coleccionaban colecciones. Colocada por la prolija heterogeneidad de
las cosas de este mundo. E igual que ahora, pasados seis años del
Estrago Holandés, soy incapaz de oler a porro o marihuana sin que me
den arcadas, durante mucho, mucho tiempo, no pude dejar de
asociar el coleccionismo con algún tipo de transtorno mental.
Y, sin
embargo, últimamente tiendo a sentirme conmovida por esa especie
rara de delicadeza. Al fin y al cabo, un coleccionista no es más que
una persona asombrada a la que le asusta la fragilidad de lo real.
Alguien que cae rendido a los pies del detalle, que se desvive por
conservar la inagotable minuciosidad de trastos y cachivaches que
tuvieron una historia y fueron luego desechados; o que nunca tuvieron
oportunidad de ser utilizados, porque una tara ínfima los volvía
inservibles; o que son capaces de expresar el carácter único e
insustituible de cada uno de los elementos de un conjunto. Un
coleccionista es alguien para el que absolutamente todo tiene valor,
lo raro y lo repetido infinitamente, lo perfecto y lo incompleto.
Algo así como un escritor.
Y
también solía creer en la inutilidad de coleccionar experiencias.
De hacer esto y esto y esto, y probar aquello y aquello, y sumarlo
todo al pasaporte vital, para que luego nos juzguen en función del
número de sellos estampados. Pensaba, quizás por reacción ante mi
propia glotonería de novedades, que una vida bien vivida se mide más
por la calidad de su rutina que por la cantidad de vivencias
acumuladas. Yo siempre tuve la curiosidad característica de un
afectado por el síndrome de Diógenes. Siempre quise llenar mi
tiempo de nuevas actividades, nuevos conocimientos, nuevas personas y
nuevos afectos. Hasta que comprendí que ni mucho menos cabía tanto,
y que no había manera de asimilar honesta y profundamente tanta
experiencia. Más valía conformarse con una sola pareja, dos o tres
buenos amigos y no más de dos aficiones intensas, si uno no quería
convertirse en una especie de obeso existencial.
Estaba
convencida de ello, hasta este fin de semana. Probablemente la teoría
de la austeridad me siga valiendo, pero el viernes, mientras me alejaba del puerto de Tarifa en un catamarán, y ayer, montando por
primera vez a caballo por la duna de Valdevaqueros, pensaba que
ninguna experiencia se derrocha, por muy superficial o limitada que sea. Que aunque mis intereses no empiecen a gravitar a partir de
ahora en torno al mar o a la hípica, aunque no me enamore de ello de
manera fatal, ni comprenda estas primeras veces como experiencias
– bisagra entre un antes y un después, la prueba habrá valido la
pena. Aunque sólo sea por haber podido darle una dieta variada a mi
sibarita capacidad para sentir miedo. O por percibir de manera
directa la exuberancia de las actividades humanas que se desarrollan
fuera de los límites de mi cuadradito de mundo. Todo vale. Todo
puede ser pasto de un mismo entusiasmo. Todo suma.
Así somos de complejos: a veces nos atraen los espacios abigarrados,y tiempo despues lo tiraríamos todo para quedarnos solo con lo preciso.
ResponderEliminarAsí somos de contradictorios, no pasa nada, todo suma.