(Sigo secretando
recuerdos arrinconados)
Más sobre roles
escolares. Qué más da su nombre, si todos tuvimos a uno como este
en clase. Liberado de gimnasia gracias al asma. Con unos cristales de
gafas tan gruesos que las pocas veces que se las quitaba, daba la
impresión de que, en vez de ojos, tenía pegatinas. Y una depravada
inclinación a soltarte rollos sobre la atmósfera de Saturno o los
sellos de Madagascar. Me lo sentaron unos meses en el pupitre de al
lado. No sé. A lo mejor el profesor pensó que yo podía ser un
ejemplo de empollonismo no patológico. Tenía un diccionario de
inglés muy gordo y muy superfluo que él se preciaba de haber
recibido de Oxford. Como suena. Siempre entraba en clase con el
diccionario en la mano, y hasta al recreo se lo llevaba. Cómo no iba
a resultar provocador. Una vez consiguieron hurtárselo y durante un
buen cuarto de hora, lo estuvieron lanzando de una punta a otra de la
clase, como si fuera una pelota de balonmano. Él, a mi lado,
lloriqueaba. Y el juego consiguió ponerme tan nerviosa que, toda una
Batman yo, conseguí interceptar el dichoso diccionario, y
devolvérselo. Lo estampé contra su mesa, y volví a sentarme. No
pude ni mirarlo, de lo repulsivo que me resultaba. Él, y sus ojos
detrás de las gafas húmedas, dándome las gracias.
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Ahora mi madre dirá
que mi memoria retoca como le da la gana, pero alguna vez, siendo yo
bastante pequeña, me asomaba de noche a su dormitorio y le decía no
puedo dormir, mamá. Lo que pasaba es que había
descubierto hacía poco que ella, y mi padre y mi hermana, y hasta
yo, todos íbamos a morirnos, a desaparecer sin remedio, y la
angustia me hacía levantarme de la cama.
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Todavía me
avergüenzo de la mentira más abyecta que he dicho jamás. A mi
virginidad ignominiosamente longeva ya no se le ocurrían más
excusas para darle largas a una pobre criatura con la que estuve
jugando una temporada. Entonces le dije que, bueno, no se lo había
contado a nadie, pero, allá por mis doce o trece años, el hermano
de una amiga, había, me había... Si hay un infierno, caeré de
cabeza en él por culpa de semejante cobardía.
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Había un pastel de
crepes de espinacas. Un sorbete de maracuyá cuyo sabor se ha
convertido en mi Eldorado particular. Había un farolillo con una
vela encendida que tres de los presentes, en horario de trabajo,
hubiéramos tenido que denunciar. ¿Había luna llena? La había, y
transformaba la copa de los alcornoques que nos cobijaban en un
escenario de película de Tim Burton. No había venados berreando,
pero sí cárabos. Uh-uh-uh-uh, me encantan los cárabos. Había un
tío que me gustaba más de lo recomendable, y que me resultaba tan
accesible como Lawrence de Arabia. Todos se fueron quedando dormidos,
arrebujados en sus forros polares. Todos, menos yo.
Si tres forestales hubieran provocado un incendio con esto. |
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Cuando comía en su
casa, siempre echábamos el colchón al suelo a la hora de la siesta.
Forzábamos la noche en el salón, poníamos una película antigua, y
casi al terminar los títulos de créditos, ya estábamos dormidas
las dos. Era íntimo, y también un poco exasperante. Se abrazaba a
mí como un koala, en busca de ese placebo que era para ella el calor
humano, e impedía que me moviera. Después de mi sueño de cinco
minutos, y de muchos más de obligada parálisis, a mí me dolía ya
todo el cuerpo. Y no veía la hora de largarme.
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Aquella cara, aquel
cuerpo huidizo, sacados de un cuadro del Greco. El casilheiro
cruzaba el Tajo color mercurio, y la vista de la ciudad era tan
bonita que yo no quería que el viaje se terminara, y él esquivaba
de tal modo mis carantoñas, que ojalá que nunca hubiera empezado.
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Volvíamos a Jimena
en su caravana, y yo no podía dejar de bostezar. A veces me pasa.
Cuando escucho canciones emocionantes me pasa. Él manejaba el cuadro
de mandos para intentar que el frío de las noches levanteras se me
saliera del cuerpo. Mañana le voy a decir a todos que llevé a
una chica al cine, y la dejé completamente fría y aburrida. Eso
dijo. Y su gracieta me resultó tan tierna, y él era tan bombero de
mis amores ideales, que en ese momento no me salió responderle que
no, que se apartara en cualquier sitio, y nos echáramos los dos a
dormir calentitos en su cama .
Quiero un mosaico infinito!.
ResponderEliminarhaaalaa, qué ansiosa.
EliminarPero a lo mejor te hago caso, y creo una etiqueta propia para los recuerdos más escondidillos.
Puedo anhiadir mi tesela propia?: mi hermano (casi 2 metros y 140Kg) y yo, en una paterilla hecha con una puerta y un motorcillo de mala muerte, los dos en un trayecto de de 6 a 7 horas rio arriba, mi hermano pescaba y cocinaba a la parrilla lo pescado, sobre la paterilla, no se como no ardimos alguna vey en esos menesteres!.
ResponderEliminarJo, me encantan tus historias de río. Sería genial crear un mosaico colectivo con todos nuestros recuerdos. Mmmmm, idea.
EliminarY en ese mosaico, habría a veces teselas formadas por otras más pequeñas que fueran encajando poco a poco...
ResponderEliminarCuando tu hermana se cayó de la bici, después de lavarle la herida (había alguien más con nosotras en el baño, pero no recuero ahora quién era, supongo que vuestra madre) que yo tampoco sabía hasta dónde iba a llegar, me mareé. Qué valiente yo.
Y el mismo viento en la nuca en esos barcos croatas, de Split a Korçula, de Dubrovnik al edén de Mljet...
Secretar debería significar guardar un secreto ¿verdad? y no lo contrario.
Eh, no se me había ocurrido esa asociación. ¿Me estás diciendo que debería guardarme esas secretaciones, digo, secreciones? Porque yo cada vez creo menos en el poder seductor de los secretos.
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