domingo, 17 de febrero de 2013

Teselas (II)

 
(Sigo secretando recuerdos arrinconados)

Más sobre roles escolares. Qué más da su nombre, si todos tuvimos a uno como este en clase. Liberado de gimnasia gracias al asma. Con unos cristales de gafas tan gruesos que las pocas veces que se las quitaba, daba la impresión de que, en vez de ojos, tenía pegatinas. Y una depravada inclinación a soltarte rollos sobre la atmósfera de Saturno o los sellos de Madagascar. Me lo sentaron unos meses en el pupitre de al lado. No sé. A lo mejor el profesor pensó que yo podía ser un ejemplo de empollonismo no patológico. Tenía un diccionario de inglés muy gordo y muy superfluo que él se preciaba de haber recibido de Oxford. Como suena. Siempre entraba en clase con el diccionario en la mano, y hasta al recreo se lo llevaba. Cómo no iba a resultar provocador. Una vez consiguieron hurtárselo y durante un buen cuarto de hora, lo estuvieron lanzando de una punta a otra de la clase, como si fuera una pelota de balonmano. Él, a mi lado, lloriqueaba. Y el juego consiguió ponerme tan nerviosa que, toda una Batman yo, conseguí interceptar el dichoso diccionario, y devolvérselo. Lo estampé contra su mesa, y volví a sentarme. No pude ni mirarlo, de lo repulsivo que me resultaba. Él, y sus ojos detrás de las gafas húmedas, dándome las gracias. 
 
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Ahora mi madre dirá que mi memoria retoca como le da la gana, pero alguna vez, siendo yo bastante pequeña, me asomaba de noche a su dormitorio y le decía no puedo dormir, mamá. Lo que pasaba es que había descubierto hacía poco que ella, y mi padre y mi hermana, y hasta yo, todos íbamos a morirnos, a desaparecer sin remedio, y la angustia me hacía levantarme de la cama.

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Todavía me avergüenzo de la mentira más abyecta que he dicho jamás. A mi virginidad ignominiosamente longeva ya no se le ocurrían más excusas para darle largas a una pobre criatura con la que estuve jugando una temporada. Entonces le dije que, bueno, no se lo había contado a nadie, pero, allá por mis doce o trece años, el hermano de una amiga, había, me había... Si hay un infierno, caeré de cabeza en él por culpa de semejante cobardía.

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Había un pastel de crepes de espinacas. Un sorbete de maracuyá cuyo sabor se ha convertido en mi Eldorado particular. Había un farolillo con una vela encendida que tres de los presentes, en horario de trabajo, hubiéramos tenido que denunciar. ¿Había luna llena? La había, y transformaba la copa de los alcornoques que nos cobijaban en un escenario de película de Tim Burton. No había venados berreando, pero sí cárabos. Uh-uh-uh-uh, me encantan los cárabos. Había un tío que me gustaba más de lo recomendable, y que me resultaba tan accesible como Lawrence de Arabia. Todos se fueron quedando dormidos, arrebujados en sus forros polares. Todos, menos yo.

Si tres forestales hubieran provocado un incendio con esto.
 
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Cuando comía en su casa, siempre echábamos el colchón al suelo a la hora de la siesta. Forzábamos la noche en el salón, poníamos una película antigua, y casi al terminar los títulos de créditos, ya estábamos dormidas las dos. Era íntimo, y también un poco exasperante. Se abrazaba a mí como un koala, en busca de ese placebo que era para ella el calor humano, e impedía que me moviera. Después de mi sueño de cinco minutos, y de muchos más de obligada parálisis, a mí me dolía ya todo el cuerpo. Y no veía la hora de largarme.

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Aquella cara, aquel cuerpo huidizo, sacados de un cuadro del Greco. El casilheiro cruzaba el Tajo color mercurio, y la vista de la ciudad era tan bonita que yo no quería que el viaje se terminara, y él esquivaba de tal modo mis carantoñas, que ojalá que nunca hubiera empezado.

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Volvíamos a Jimena en su caravana, y yo no podía dejar de bostezar. A veces me pasa. Cuando escucho canciones emocionantes me pasa. Él manejaba el cuadro de mandos para intentar que el frío de las noches levanteras se me saliera del cuerpo. Mañana le voy a decir a todos que llevé a una chica al cine, y la dejé completamente fría y aburrida. Eso dijo. Y su gracieta me resultó tan tierna, y él era tan bombero de mis amores ideales, que en ese momento no me salió responderle que no, que se apartara en cualquier sitio, y nos echáramos los dos a dormir calentitos en su cama .

6 comentarios:

  1. Quiero un mosaico infinito!.

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    1. haaalaa, qué ansiosa.

      Pero a lo mejor te hago caso, y creo una etiqueta propia para los recuerdos más escondidillos.

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  2. Puedo anhiadir mi tesela propia?: mi hermano (casi 2 metros y 140Kg) y yo, en una paterilla hecha con una puerta y un motorcillo de mala muerte, los dos en un trayecto de de 6 a 7 horas rio arriba, mi hermano pescaba y cocinaba a la parrilla lo pescado, sobre la paterilla, no se como no ardimos alguna vey en esos menesteres!.

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    1. Jo, me encantan tus historias de río. Sería genial crear un mosaico colectivo con todos nuestros recuerdos. Mmmmm, idea.

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  3. Anónimo entre comillas17 febrero, 2013 23:28

    Y en ese mosaico, habría a veces teselas formadas por otras más pequeñas que fueran encajando poco a poco...
    Cuando tu hermana se cayó de la bici, después de lavarle la herida (había alguien más con nosotras en el baño, pero no recuero ahora quién era, supongo que vuestra madre) que yo tampoco sabía hasta dónde iba a llegar, me mareé. Qué valiente yo.
    Y el mismo viento en la nuca en esos barcos croatas, de Split a Korçula, de Dubrovnik al edén de Mljet...
    Secretar debería significar guardar un secreto ¿verdad? y no lo contrario.

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    1. Eh, no se me había ocurrido esa asociación. ¿Me estás diciendo que debería guardarme esas secretaciones, digo, secreciones? Porque yo cada vez creo menos en el poder seductor de los secretos.

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