lunes, 11 de febrero de 2013

Dejad de hacerme vieja (cabrones)

 
Llevo un tiempo pensando que el primer aviso de que uno se va haciendo irremisiblemente mayor no lo dan los achaques, sino el espacio. Las calles, los paisajes sobre los que se inserta la vida de cada cual. A lo mejor es que todavía creo que mi edad me da permiso para resistirme juvenilmente al hecho de padecer achaques. Últimamente, con cada rato mínimo que paso de pie, o incluso andando, me empieza a doler las lumbares como si llevara cinco horas vendimiando. Y gasto mucha energía cerebral sugestionándome con ideas como que por ahí debe de haber una contractura oculta, o que no puedo seguir postergando la hora de comprarme un colchón de látex imperial. A Jose le consulto si debo entregarme a un fisioterapeuta o a un osteópata. Y él, que es un hombre con una vena fatalista muy trabajada, me responde mujer, la gente tiene dolores. Un prodigio de concisión. La gente como tú, le digo, que acepta los dolores como cargas irreversibles. La gente como yo intenta averiguar si tienen solución, antes de apechugar.

Pero las señales espaciales de la madurez no se dejan manipular con tanta facilidad. Una vez paseaba con mi padre por Estepona, y cada cincuenta metros escasos, él me señalaba una sucursal de Unicaja, una cafetería con desayunos ingleses completos, o una tienda de abalorios de esos que te ponen la piel verde, y me decía cuando yo era chico, ahí había un horno, y ahí una guarnicionería, y ahí la casa de un veterinario. Y a mí me espantaba que él pudiera andar tan campante, y llamar por el mismo nombre a un lugar que en absoluto era ya aquel que él seguía guardando en su memoria. Las fachadas de entonces eran distintas, blancas, los pavimentos eran distintos, los colores, las formas, las alturas de los edificios, la luz más o menos intensa que asomaba por ellos. Las sombras al hacerse de noche. Las huertas cavadas en la misma arena de la playa. Los olores a mulo y arroyos sin encauzar. La falta de ruido de los coches y de acentos extranjeros. Del mapa que mi padre aprendió con sus pies de niño sólo quedan los huecos, el esqueleto vacío de las calles, que ningún desarrollismo ha podido mover de su sitio. Todo lo demás, fantasmas. Lo mismo que con la gente: conforme te vas haciendo viejo, de aquella que conociste, de las caras que aparecieron como hitos de tu trayectoria personal, no van quedando más que sus huecos.

En mi caso, más que huecos, voy coleccionando presencias parásitas. Excrecencias que han ido invadiendo los espacios vacíos que aprendí de pequeña. Mis paisajes litorales han ido muriendo por culpa de la metástasis inmobiliaria. Donde había una viña, en la carretera que baja de Manilva a la costa, ahora hay una urbanización de gusto funerario. Donde había un trozo de horizonte, una burbuja de vacío marino, ahora hay...una urbanización de gusto funerario.

Sin embargo, lo que hoy me duele como una rodilla artrítica es estar quedándome sin cines. Ellos no dejan hueco, por supuesto: ocupan – ocupaban – solares del centro urbano demasiado apetitosos. En los seis años que llevo vividos en Granada, ya he visto desaparecer dos cines, y el tercero está a punto de caer. Cines, aquellos dos, el Aliatar, el Granada 10, bizarros, extravagantes, supervivientes de una época en que los dorados eran todavía un signo de distinción, no de decrepitud. Tenías que quererlos, aunque te dieran un poquito de vergüenza, con sus palcos incómodos y su aire de vodevil. Eran como una vieja gloria de la revista que a sus ochenta y muchos años sigue pintándose los párpados de celeste flagrante. Como el paisaje de un novelón marchito de Agatha Christie. Que fuera ese aspecto de oropel anacrónico lo que te fascinaba de ellos era admitir un gusto muy decadentista de tu parte. Pero es que, además, eran Numancias, islas donde pervivían especies de películas que se habían extinguido ya de las salas impuestas por los centros comerciales. Frente a la uniformidad chillona del efecto especial y la trama de videojuego, había una esperanza de encontrar películas que apelaran directamente a tu corazón y a tu neocórtex cerebral. Allí escuché la voz aterciopelada de Ralph Fiennes en El paciente inglés. Allí mamé la convicción de que los subtítulos son otra forma grosera de estafa. Allí viví un par de horas en Mongolia, o en un barrio de chabolas de Lagos, Nigeria. En el Granada 10 me hundía en sofás desfondados, con una tía a cada lado, y esperábamos a que las luces se apagaran oyendo el tintineo peliculero de cubitos de hielo cayendo en un vaso de tubo, o imaginando cómo entrarle a ese muchacho solitario del sofá de delante. Del Aliatar salíamos las tres, aguantando estoicamente el bofetón de aire gélido que bajaba directamente del Darro, abrigadas todavía con una llamita de emoción. En los escalones de salida del Multicines Centro, Jose y yo nos dimos los dos primeros besos de presentación.

Aniquilan sin piedad tus paisajes. Borran los escenarios de tu historia. Te hacen vieja. Y nadie va a la cárcel por ello.

6 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas11 febrero, 2013 23:24

    Hasta las ovejas deben bostezar ya si empiezo un comentario diciendo "qué coincidencia...", ¿y qué hago con ellas, si no?
    Paso muchas veces por la puerta del Granada 10, pero ha sido esta tarde cuando he borrado a manotazos mentales el anuncio de no sé qué "fiestón" para adolescentes del hueco donde tantísimas veces me sorprendía un cartel prometedor y he recordado algunos y todo lo demás que tú cuentas, tan perdido.
    Alguien debería ir a la cárcel por ello, sí.

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    1. Anonimillas, tú vas a ser la que va a dar con sus hueso en el trullo, como sigas justificándote con tus comentarios. Pero si son bendición!

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  2. A mi me gusta recordar las cosas nuevas por el nombre antiguo. Siempre lo he dicho, tengo gustos de viejo. (El vino, el tabaco fuerte y las mujeres.)

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  3. ¿Las mujeres sólo le gustan a loes viejos, Bubo? ¿Qué les gusta a los jóvenes? ¿la coca cola, la coa a secas, y los smartphones?

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  4. Hija mia,las lumbares te duelen -que yo recuerde- desde siempre.No podría ser de otra forma dada la morfología de tu espalda.

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    1. Que, todo el mundo lo sabe, es sinuosa y sexy como la de las camellas. Mamá.

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