Llevo un tiempo pensando que el primer
aviso de que uno se va haciendo irremisiblemente mayor no lo dan los
achaques, sino el espacio. Las calles, los paisajes sobre los que se
inserta la vida de cada cual. A lo mejor es que todavía creo que mi
edad me da permiso para resistirme juvenilmente al hecho de padecer
achaques. Últimamente, con cada rato mínimo que paso de pie, o
incluso andando, me empieza a doler las lumbares como si llevara
cinco horas vendimiando. Y gasto mucha energía cerebral
sugestionándome con ideas como que por ahí debe de haber una
contractura oculta, o que no puedo seguir postergando la hora de
comprarme un colchón de látex imperial. A Jose le consulto si debo
entregarme a un fisioterapeuta o a un osteópata. Y él, que es un
hombre con una vena fatalista muy trabajada, me responde mujer, la
gente tiene dolores. Un prodigio de concisión. La gente como tú,
le digo, que acepta los dolores como cargas irreversibles. La gente
como yo intenta averiguar si tienen solución, antes de apechugar.
Pero las señales espaciales de la
madurez no se dejan manipular con tanta facilidad. Una vez paseaba
con mi padre por Estepona, y cada cincuenta metros escasos, él me
señalaba una sucursal de Unicaja, una cafetería con desayunos
ingleses completos, o una tienda de abalorios de esos que te ponen la
piel verde, y me decía cuando yo era chico, ahí había un horno,
y ahí una guarnicionería, y ahí la casa de un veterinario. Y a
mí me espantaba que él pudiera andar tan campante, y llamar por el
mismo nombre a un lugar que en absoluto era ya aquel que él seguía
guardando en su memoria. Las fachadas de entonces eran distintas,
blancas, los pavimentos eran distintos, los colores, las formas, las
alturas de los edificios, la luz más o menos intensa que asomaba por
ellos. Las sombras al hacerse de noche. Las huertas cavadas en la
misma arena de la playa. Los olores a mulo y arroyos sin encauzar. La
falta de ruido de los coches y de acentos extranjeros. Del mapa que
mi padre aprendió con sus pies de niño sólo quedan los huecos, el
esqueleto vacío de las calles, que ningún desarrollismo ha podido
mover de su sitio. Todo lo demás, fantasmas. Lo mismo que con la
gente: conforme te vas haciendo viejo, de aquella que conociste, de
las caras que aparecieron como hitos de tu trayectoria personal, no
van quedando más que sus huecos.
En mi caso, más que huecos, voy
coleccionando presencias parásitas. Excrecencias que han ido
invadiendo los espacios vacíos que aprendí de pequeña. Mis
paisajes litorales han ido muriendo por culpa de la metástasis
inmobiliaria. Donde había una viña, en la carretera que baja de
Manilva a la costa, ahora hay una urbanización de gusto funerario.
Donde había un trozo de horizonte, una burbuja de vacío marino,
ahora hay...una urbanización de gusto funerario.
Sin embargo, lo que hoy me duele como una
rodilla artrítica es estar quedándome sin cines. Ellos no dejan
hueco, por supuesto: ocupan – ocupaban – solares del centro
urbano demasiado apetitosos. En los seis años que llevo vividos en
Granada, ya he visto desaparecer dos cines, y el tercero está a
punto de caer. Cines, aquellos dos, el Aliatar, el Granada
10, bizarros, extravagantes, supervivientes de una época en que
los dorados eran todavía un signo de distinción, no de decrepitud.
Tenías que quererlos, aunque te dieran un poquito de vergüenza, con
sus palcos incómodos y su aire de vodevil. Eran como una vieja
gloria de la revista que a sus ochenta y muchos años sigue
pintándose los párpados de celeste flagrante. Como el paisaje de un
novelón marchito de Agatha Christie. Que fuera ese aspecto de oropel
anacrónico lo que te fascinaba de ellos era admitir un gusto muy
decadentista de tu parte. Pero es que, además, eran Numancias, islas
donde pervivían especies de películas que se habían extinguido ya
de las salas impuestas por los centros comerciales. Frente a la
uniformidad chillona del efecto especial y la trama de videojuego,
había una esperanza de encontrar películas que apelaran
directamente a tu corazón y a tu neocórtex
cerebral. Allí escuché la voz aterciopelada de Ralph Fiennes en El
paciente inglés. Allí mamé la convicción de que los
subtítulos son otra forma grosera de estafa. Allí viví un par de
horas en Mongolia, o en un barrio de chabolas de
Lagos, Nigeria. En el Granada 10 me
hundía en sofás desfondados, con una tía a cada lado, y
esperábamos a que las luces se apagaran oyendo el tintineo
peliculero de cubitos de hielo cayendo en un vaso de tubo, o
imaginando cómo entrarle a ese muchacho solitario del sofá de
delante. Del Aliatar
salíamos las tres, aguantando estoicamente el bofetón de aire
gélido que bajaba directamente del Darro, abrigadas todavía con una
llamita de emoción. En los escalones de salida del Multicines
Centro, Jose y yo nos dimos los dos
primeros besos de presentación.
Aniquilan sin
piedad tus paisajes. Borran los escenarios de tu historia. Te hacen
vieja. Y nadie va a la cárcel por ello.
Hasta las ovejas deben bostezar ya si empiezo un comentario diciendo "qué coincidencia...", ¿y qué hago con ellas, si no?
ResponderEliminarPaso muchas veces por la puerta del Granada 10, pero ha sido esta tarde cuando he borrado a manotazos mentales el anuncio de no sé qué "fiestón" para adolescentes del hueco donde tantísimas veces me sorprendía un cartel prometedor y he recordado algunos y todo lo demás que tú cuentas, tan perdido.
Alguien debería ir a la cárcel por ello, sí.
Anonimillas, tú vas a ser la que va a dar con sus hueso en el trullo, como sigas justificándote con tus comentarios. Pero si son bendición!
EliminarA mi me gusta recordar las cosas nuevas por el nombre antiguo. Siempre lo he dicho, tengo gustos de viejo. (El vino, el tabaco fuerte y las mujeres.)
ResponderEliminar¿Las mujeres sólo le gustan a loes viejos, Bubo? ¿Qué les gusta a los jóvenes? ¿la coca cola, la coa a secas, y los smartphones?
ResponderEliminarHija mia,las lumbares te duelen -que yo recuerde- desde siempre.No podría ser de otra forma dada la morfología de tu espalda.
ResponderEliminarQue, todo el mundo lo sabe, es sinuosa y sexy como la de las camellas. Mamá.
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