De la sierra a casa, escucho en la radio
algo así como que los arquitectos, aquellos reyes del mambo
inmobiliario, hundidos hasta las cejas en la lobreguez actual,
pobrecitos, podrían dedicar parte de sus supuestos talentos a la
recuperación de espacios públicos y vacíos, ahora que la
construcción se ha convertido en una cosa trasnochada. Tendrían la
oportunidad, así, de redimirse de todos los pecados estéticos de
los que son directa o indirectamente responsables, de hacerse
perdonar las urbanizaciones hacinadas sobre los montes y sobre las
vegas, los centros comerciales, las moles informes de oficinas, los
monumentos a su propia soberbia. ¿Cómo? Regalándonos a los
sufridos ciudadanos el diseño de unos parques donde sentarse no
suponga una amenaza a la salud lumbar; la reordenación de las calles
caníbales; la conversión digna de lo que antes sólo eran solares
codiciables en espacios donde respirar y escuchar no constituyan
actos casi suicidas.
Y puede que el sueño hoy se haya cebado
de mala manera conmigo. Puede que el
contraste con la quietud del pinar me haya causado unas cuantas
fisuras en el espíritu, como le pasa a las piedras del desierto con
los picos de calor y frío. O que me dure todavía la vulnerabilidad
de encontrar el páramo granadino convertido en un vergel de
almendros en flor y hierba recién nacida. Puede que tenga un tema
para post atravesado en el corazón como una raspa en la garganta, y
que no salga ni con miga de pan ni con agua. O que mi enésima crisis
de lectura me obligue a mirar lo que otros han escrito con ojos de
drogadicta. Puede que sólo esté un poco cansada.
El caso es que hoy, esos arquitectos
volcados hacia el aire de los espacios vacíos, en lugar de hacia el
sólido de los ladrillos, me parece un motivo lo bastante sugerente
como para compartirlo. Me hacen imaginar un mundo en el que los
médicos se preocuparan más por la salud que por la enfermedad. Los
maestros, más por escuchar que por disertar. Los oftalmólogos, más
por lo que se esconde que por lo que se ve. Los músicos, más por el
silencio que por el sonido. Los gestores de lo público, más por dar
que por tomar. Los escritores, más por el mutismo que por las
palabras.
Esta mañana, antes de bajar de las
sierras rudas y de, curva va, curva viene, escuchar la radio, escuché
una nota sostenida, a un volumen muy bajo, en algún lugar que, dada
la soledad, el silencio salvaje que me rodeaba, sólo podía ser mi
cerebro. Una especie de pitido basal que jamás podré compartir con
nadie, porque debe de ser como una especie de huella dactilar de mi
propio yo. Estaba en medio de un circo de riscos de grava blanca,
erizados por pinares enratonados. Y miraba por el catalejo, y el nido
del águila parecía que estaba al alcance de mi mano, pero qué va,
estaba muy lejos. Entonces el puto viento del Ártico dio una tregua,
y no se escuchó nada. Nada absolutamente, salvo el pitido
impertinente de mi conciencia. Y quise que parara, también. Quise
probar el auténtico silencio.
Os meto este rollo transcendente para
aclarar que, desde esta mañana, tengo hambre de silencio. Y siento
una especie de curiosidad profesional hacia él. El silencio elude y
pone en solfa la vocación de contar, porque es en silencio cuando se
dan los actos de comunión más intensos. Vas en un coche, paseas por
la calle con alguien tan íntimo que ni siquiera necesitáis el papel
mediador de las palabras. La comunicación verbal es nuestra manera
característica de suturar como podemos la distancia que nos separa.
Cuando compartimos en silencio, en cambio, parece como si esa
distancia se disipara. Por eso, siendo como es un rival tan poderoso,
tan imbatible en realidad, es por lo que pienso que los escritores
tienen que poner especial cuidado en comprender y respetar al
silencio. Para estar mínimamente a su altura. Para no quedar como
idiotas con sus pobres y torpes palabras. Los que no podemos dejar de
pronunciarlas, los que no sabemos dejar de escuchar aquel pitido
inevitable, deberíamos intentar de vez en cuando convertirnos en
arquitectos del silencio.
Y sin más, me callo.
(¿Algo intraducible, el post de hoy?)
Algún malaje pondría en duda lo de tus ansias de silencio dada la verborrea de las yemas de tus dedos, pero tú ni caso, sigue hablando. Me gusta lo que dices.
ResponderEliminarCallo más de lo que hablo. Con eso vale.
EliminarTe va a encantar la meditación. Tengo ya ganas que lo experimentes y, por supuesto, que nos lo cuentes. Y ya que tienes crisis lectoras (mee too), te recomiendo el Tao Te King.
ResponderEliminarÓjala y des con alguien que te encante en tus yoguiclases!
Ay, Laura, que mañana empieza el reto yóguico, y yo con estos pelos aventados por el levante esteponero. Pero vive dios que, cuando vuelva a Granada, dedicaré la primera tarde que tenga libre al noble arte de la asana.
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