A veces jugamos a
esto: hacemos un tetris de piernas y brazos en el sofá, y forzamos
la duermevela. Entonces empezamos a hablar. Nada iluminado, nada de
revelaciones esotéricas. Únicamente describimos lo que nos pasa por
la cabeza, y durante casi todo el juego sólo nos pasan tonterías.
Una vieja trenzando cuerdas de esparto a la puerta de su casa. Una
mandarina. Los peces blandos y oscuros que merodean en torno a los
barcos de los puertos. Una envoltura plástica de paquete de tabaco,
llena de confeti. Chorradas de este calibre. Lo divertido del juego
es dejarse arrastrar. Como en el movimiento de retroceso de un
columpio. Se trata de verbalizar algo que no controlas completamente,
y de sorprenderte con el sonido de tu propia voz pronunciando motas
de pensamiento tan invasivas como las del polvo. Es como si
estuvieras siendo poseído por un fantasma no demasiado listo. Es
divertido. Al final siempre nos dormimos con una sonrisa tan poco
discreta que, si uno tiene la cabeza sobre la barriga del otro, la
camiseta de este acaba siempre babeada.
Hace un rato, con
las camas y la comida de hoy y mañana ya hechas, me he sentado en el
suelo sobre un cojín rojo, y me he puesto a jugar yo sola. He
esperado a que las puertas de emergencia de mi memoria se abriesen de
par en par. Y he ido anotando en la libreta, convenientemente
colocada a mi vera, todos los recuerdos imprevistos que nunca
abandonan los puestos de cola de mi consciencia. Esta mañana,
mientras desayunaba y rastreaba temas para el post de hoy – una
asociación que se está haciendo tan habitual, que el café con
canela ya me sabe a palabras – me cansé de todos los escaparates
de mi mente. De mis soles y de mi empeño en mejorarme, y de mi
felinidad adquirida y de mis instrucciones para la vida. De los
textos que se cierran sobre sí mismos con una especie de moraleja,
de la vocación un poco ingenua de obtener y mostrar una enseñanza
de cada experiencia. Me pareció, por un momento, que todo el primer
plano de mi consciencia se me había convertido en un lugar común. Y
eso me despertó las ganas de abrir los desvanes abandonados de la
memoria. Recordar y regurgitar. Sin controles, sin estructura, sin la
manía del análisis. Aparcando el manual de marketing. Ahí van unas
cuantas teselas sueltas del mosaico de vida que no le cuento a nadie.
Ni siquiera a mí misma.
Ino.
Supongo que lo primero que supo de sí misma, cuando le tocó
aprender a conjugar el verbo ser en primera persona, es que era
guapa. Y lo era. Los rizos de oro maya le caían en cascada hasta
media espalda. Tenía una piel tan pulida que daban ganas de pintarla
como a los bustos de escayola para manualidades, y una de esas caras
de gato que, copiadas sobre una calavera humana, a unos fascina y a
otros espanta. Tenía la boca como un broche victoriano, y una
amenaza fatal de manchas solares en el bigote. Pero era la guapa
oficial de octavo, y una vez, en el recreo, me dijo que si es verdad
que los muertos ven pasar su vida como una película, entonces yo me
iba a aburrir mucho con la mía. Yo era callada, y la más lista de
la clase.
Una vez mi hermana
se cayó de la bici, y fue a dar con la frente en la fachada de la
vecina del pueblo. Yo creí que se había abierto un agujero un
cráneo, y que lo mismo se iba a morir. Y me puse de rodillas con los
codos apoyados en la cómoda de la habitación de mi abuela, y allí
le recé a la figurita del Niño Jesús pastorcillo, y le prometí
que, si le salvaba la vida, iba a ser siempre buena con ella y a
cuidarla. Luego me enteré de que sólo se había hecho un rasguño,
y la promesa se me olvidó. Cada vez que vuelvo a ver la figurita, me
siento vigilada.
La casi
insoportable felicidad de botar en una cama elástica. El viento
soplándome en la nuca en los barcos croatas, de Split a Korçula, de
Dubrovnik al edén de Mljet.
En el viaje de
intercambio que hice a Hungría, todas las chicas españolas
estábamos prendadas de Adam. Esa morenez impoluta, esos ojos de
caballo. Él conducía una de las furgonetas con las que recorrimos
el país, y yo, sentada en la primera fila de asientos traseros,
creía que me lanzaba miradas furtivas por el retrovisor. Hasta que
me di cuenta de que cada uno de nuestros cruces de ojos coincidía
con un cambio de carril. Él, como si de alguna manera hubiera
presentido mi decepción, me regaló una pluma de arrendajo. It´s
a present for you, me dijo. Fueron las únicas palabras que
llegamos a intercambiar. Sus ojos, y detrás, todo el verde de la
hierba alta de su país.
Otra vez vuelvo a
ser pequeña, y en vez de construirme una cabaña en la copa de un
árbol, me la he montado debajo de la cama. Mi espacio propio es un
zulo, casi un ataúd, pero tengo una manta doblada bajo la espalda, y
un montoncito de libros, mi Barbie, y un paquete de magdalenas. El
refugio de una cría urbana.
(¿Pero
cómo me he despistado tanto? Ya es la una de la tarde, y en hora y
media tengo que estar comida y uniformada. ¿Puede seguir mañana?)
Hija mia, que refugio tan bien disimulado, nunca sospeché de su existencia.
ResponderEliminarQué mona a la par que enfermiza mental, ¿verdad?
EliminarQue buen refugio, yo tuve uno que lo montaba y desmontaba con un sillon de playa y un toallon. Hasta que me cogio la Antonia (mi madre) y me corrio a trapazos.
ResponderEliminarTe desahució la Antonia, qué dura. Yo creo recordar que alguna vez mi hermana y yo también cogimos de estrangis la sombrilla de playa y una sábana.
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