Alcanzados los ochenta años, Betty
todavía fantaseaba con vivir en Inglaterra. En algún condado varado
en el tiempo donde la tierra fuera lo que queda dentro de una red de
setos, donde la gente entendiera de rosas y donde, blanco indómito
sobre verde, reinaran las ovejas. O por qué no, tal vez en Londres.
Había allí tantas oportunidades, tantas planes ideales para una
persona como ella: intimar con los Kew Gardens con la misma placidez,
la misma ausencia de responsabilidades con que la habían dejado
curiosear en el Jardín Botánico de Singapur, entre los pliegos del
herbario, los libros de esto y aquello, las colecciones. Atravesar
Hyde Park de camino a la casa de alguien que supiera preparar un té
como está escrito. Visitar a algunos parientes de pasión o de
sangre en torno a los cuales no zumbara un enjambre de nietos.
Señalar en un plano los sitios donde sirvieran scones
auténticos. Acampar en la National Gallery y quedarse a vivir en los
cuadros de Turner. Acariciar cubiertas de libros viejos en Shapero
Rare Books, abrirlos al azar, total, quién va a toserle a una
vieja, y toparse, mira tú qué casualidad, amigo, con la
reproducción de alguna especie descrita por Solander. Y por qué no,
mezclarse de vez en cuando con los turistas de Buckingham, para
burlarse por dentro, pero en el fondo conmoverse, con el cambio de
guardia.
Londres hubiera sido un retiro perfecto,
un volver de una vez por todas a casa, porque ella, aunque nacida en
la espalda del mundo, era una reliquia del imperialismo. Tenía ya
esa edad en la que el pasado empieza a tirar de ti con inquina y te
reclama para sí y te exige el pago de ciertas deudas. Había
empezado a arañarle y a inmiscuirse en sus salidas al campo, y a
veces, cuando iba acompañada, apretaba el paso y buscaba con más
ahínco lo que quiera que la hubiera sacado de casa, parloteando
alguna anécdota, comparando aquel brezo con uno muy parecido que vio
en Sudáfrica, hace ya tantos años. Ahí estaba otra vez el pasado,
pero este que no era tan remoto no molestaba. Más bien todo lo
contrario. Geoffrey y ella consiguieron sellar sus pasaportes en
países de todos los continentes, salvo la Antártida, y vaya, ese sí
que hubiera sido un buen reto. Fueron libres de ir de acá para allá.
Andaron siempre en paralelo, uno con sus prismáticos, la otra con su
lupa, sin perderse de vista y sin estorbarse. Vieron por primera vez
cosas que nadie antes que ellos había visto.
Sí, su pasado de mujer casada y ella
estaban en buenas relaciones, lo visitaba a menudo y procuraban no
perder el contacto. Pero el tiempo anterior, todo eso que tenía
todavía en los ojos mientras miraba a la cámara que hizo su retrato
de bodas*, como si no confiara completamente en que justo con ese
click y ese sí quiero lo que la había estado atenazando se
convertía por fin en historia: eso era otra cosa. Después de
casarse Betty secuestró su vida previa y la escondió en un zulo.
Tapió la trampilla y esperó que ahí dentro se muriese de hambre.
Pero el pasado había sobrevivido y, cargado con un dolor que apenas
había envejecido en cincuenta años, volvía a ella dispuesto tal
vez a reivindicarse.
Quizás de ahí venía también ese deseo
un poco loco de mudarse, a su edad, a Inglaterra. Aquella era su
casa, porque Nueva Zelanda era un injerto británico practicado en la
punta opuesta del planeta. El pasado superviviente se vengaba de esa
forma: mediante la nostalgia. Pero el instinto de conservación tira
aún más que los olores, los paisajes y los acentos que nos marcaron
de niños. Cada vez que Betty se imaginaba regando un parterre de
hortensias en un cottage, recordaba la meteorología
detestable de la madre patria y los huesos empezaban a dolerle.
Oscuridad y frío húmedo se sumaban en su mente y, sin que ella
pudiera controlarlo, daban de resultado la tuberculosis.
Y a ese demonio que hizo y deshizo su vida sí que no le iba a permitir escaparse.
*Cuando me entere de la legalidad de
publicar fotos ajenas, editaré esta entrada para que veáis el
retrato en cuestión. Hay cautela en el rostro de Betty. Es hermosa.
Londres y su humedad han de ser atroces para el reuma.
ResponderEliminarPero si ella quería ir allí...
Saludos,
J.
Era uno de esos deseos a pesar de sí misma y de toda su historia. Deseo de miedo grande y de boca pequeña.
EliminarCreo que hay edades en las que es mejor soñar con una ciudad que vivirla en una pesadilla. Pero para gustos los colores y de los cobardes no se escribe nada. (O eso decía mi madre, aunque después he descubierto que es de los que mas libros hay.)
ResponderEliminarA mí me gustaría pensar que a edades avanzadas uno deja de hacerle espacio al prejuicio de que cualquier sitio es mejor a ese en donde estas.
Eliminar... No tan avanzadas...
Eliminar(45 no es muy avanzada,no?)
;-)
bueno, y... ¿cuándo vamos a Londres, decías???
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