Las fotos del Hospital de la Fiebre que
he encontrado en internet conservan, pese a la impersonalidad del
medio, algo del carácter espectral propio de los lugares donde la
existencia es otro asunto. Donde se suspende la rutina de gente que
trabaja, cría, cocina, ahorra, gasta, pasea, saca la basura, saluda
a los vecinos y sueña de vez en cuando. Donde aunque se intenten
simulacros la vulgaridad es clandestina. Espacios rodeados de muros
para que su anomalía no nos manche. Cárceles desalojadas. Prípiat,
a unos cuatro kilómetros de la central nuclear de Chernóbil. Campos
de refugiados.
Son geografías poseídas por el deseo y
el fracaso. Salas o descampados donde pacientes, reclusos, animales
radiados y parias aprenden a despojarse del hábito de la esperanza.
En las paredes se queda esa frustración de callejón sin salida,
como el olor a tabaco en las colchas de los viejos hostales. Vidas
que deberían haber seguido otro curso, años amputados. Todos
cargamos con el peso de nuestras propias experiencias fantasmales.
Todo lo que se truncó, todo lo que se malogró por decisión o
accidente. A veces se manifiestan y cambian las cosas del corazón
ligeramente de sitio. Pero en los lugares con vocación por el aborto
los fantasmas se aparecen hasta en las imágenes digitales.
Cuando estos post se hagan libro, escribiré a Alicia Scott para pedirle formalmente esta serie de imágenes |
En aquel hospital, la Betty adolescente
tuvo tiempo de sobra para imaginar lo que pudo haber sido y no. Dos
años: suficientes para que los amigos que no conoció, las lecciones
que no recibió, los amores que no tuvo, cuajaran en una sustancia
viscosa que se pegó para siempre a su alma. Antes de que los libros
del hombre del carrito pudieran rescatarla de sí misma, estuvo la
sensación de fiasco, la sospecha de que su vida se había torcido y
ya no iba a haber forma de enderezarla. Betty no consiguió nunca
desprenderse completamente del temor de ser saboteada. Por sus
propios pulmones o por esa madre de la que en su convalecencia apenas
recibió cartas. A lo largo de su vida el temor se confirmó algunas
veces. Viajes que tuvieron que interrumpirse. Amigas que la fueron
dejando de lado. Habitaciones de hotel donde se vio varada por el
cansancio y la fiebre, mientras Geoffrey se ataba las botas de campo.
Aquel plan insidioso para que se divorciase.
Pensó una y otra vez, por ejemplo, en
que si su madre no se hubiera obcecado en traérsela de vuelta a
Nueva Zelanda, si no la hubiera reclamado con tan malas artes, ella
quizás se estaría recuperando ahora mismo en un sanatorio de los
Alpes suizos de vistas sobrehumanas, donde en vez de una chica
incomunicada y débil sería todo un personaje. Si no se hubiera
resfriado en aquel vetusto castillo alemán adonde su institutriz la
alojó provisionalmente, tal vez la tuberculosis no hubiera echado
raíces en su ya de por sí frágil cuerpo. Si la tía Gwen no
hubiera pillado a su vez la varicela pocos días antes de que ella
desembarcara en Southampton, la señora Mortimer no le habría
propuesto aquel viaje a Alemania, mientras la tía se recuperaba y le
ofrecía por fin su techo. Si virus y bacterias no le hubieran hecho
el juego sucio a su madre, habría terminado ingresando en Cambridge.
Podría haberse graduado en Biología. Podría haber escapado. Podría
haber vivido al fin en un hogar amable.
Y sin embargo, aunque en la habitación
blanca se abortaron algunas vidas posibles, Betty consiguió
escaparse. Nunca escupió del todo la sustancia viscosa del
desengaño, pero se curó y vivió lo suficiente y con el suficiente
brío como para vengarse de la tuberculosis. No obtuvo nunca su
título, pero supo tanto o más que cualquier graduado. Hizo su casa
en las junglas y en torno a un corpulento hombre con bigote. Le
creció una voluntad paralela a la de su madre. Finalmente se
transformó en un verdadero personaje.
¿Es el primer capítulo?. Leído queda, jefa. Lo volveré a disfrutar antes de continuar.
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