Volveré a ir al lugar, y volveré a
escribir sobre él, seguro. Igual que volveré a acogerme como un
asilado bajo la influencia de la Roca y tendré que volver a
escribirlo. Porque cuando una vista graba tu primera memoria, tu
arcilla niña, cada vez que la reencuentras es la primera. No como, sino exactamente. No hay reincidencia ni el tedio de lo que se repite. No
hay efecto acumulativo hasta que a la enésima ocasión el corazón
se satura. Cuando una primera impresión es definitiva, el proceso de
maduración se interrumpe y la historia se quiebra. Puedo decir una y
otra vez lo mismo sin sonrojo, del mismo modo que puedo anhelar una y
otra vez el calor de otra persona, marcada como estoy por el calor
del útero de mi madre.
Volveré al lugar con mis fingidos ojos
de especialista y rastrearé en él lo que mejor convenga a mi libro
(o-lo-que-surja), porque este es uno de los escenarios cruciales en
la vida de Betty Molesworth. Buscaré los encuadres que necesite para
sentirlo con un corazón ajeno, para filtrarlo a través de unas
experiencias que no son las mías, pero que comparten con mi historia
un mismo aire de timidez, un andar casi pidiendo permiso. Iré y
miraré profesionalmente, pero antes
Antes intentaré cumplir mi viejo afán
de disolverme, de ser parte inofensiva y al ras del paisaje. Con la
misma voz que bichos, pájaros, árboles, hierba, roca, cielo y agua
corriente, pero sin voto. Como corresponde a una recién llegada. En
mi casa arrancaré el coche y aplazaré la comodidad con la que vivo.
El respirar sin rozamiento, la sensación de dominio. Haré no tantos
kilómetros como para que el camino se convierta en alegoría, y al
poco veré los primeros jérguenes en flor, los primeros verdes sin
tacha, las primeras vacas. Entonces empezaré a perderme a mí
misma. Las cifras en los relojes digitales bailarán y se volverán
locas, y ya no sabré qué año hace. Me iré acercando al principio,
no a la fecha que delata el DNI, sino a la de mi verdadero arranque,
cuando de mis esporas empezaron a germinar plántulas. Me dejaré en
el trayecto miedos y costumbres. Conducir ya no me pondrá tan tensa.
Se me irá pasando la frustración de relacionarme con más cemento
que campo. Cuando Los Barrios quede justo a mi derecha y los árboles
que aún se empeñan en hacer bosque se pongan casi al alcance de la
mano, mi caja torácica hará las cosas raras de los enamorados.
Aparcaré y entonces seré solo ya mi
cuerpo. Sin nombre ni aspiraciones ni tan siquiera mochila, porque
para estar en un lugar así no hace falta equipaje. Cuando después
me dé el hambre volveré a por el bocadillo y me apoyaré contra
algún tronco que, tras el último descorche, todavía desprenda un
poco de olor íntimo. Sentiré ese gozo arcaico de mono que ha dado
con un buen árbol. Todo sabrá tan rico como cuando para comer sólo
hacían falta manos, suerte y un poco de conocimiento heredado. Pero
primero presentaré mis respetos a las piedras. La extravagancia que
fotografía todo el mundo, las otras más discretas. Vagaré por
superficies almohadilladas y grises, casi azules, casi lilas, casi
naranjas, treparé y echaré culo a tierra. Disfrutaré como
cualquier cachorro.
Me asomaré al borde del tajo y escucharé
el agua sin verla, porque los alisos ya tendrán hojas, elegantes
abanicos de fiesta. Todo eso que sabes que está ahí, oculto.
Psilotum, el arroyo, la interacción de todo lo orgánico y lo
inerte, las historias de otros, tus propias riquezas. Después de
andurrear por lo gris y lo verde me dedicaré a ser otro simple ser
vivo. Ese olvido de los propósitos y las ideas, ese dejar de
comparar lo que el ojo ve con ojalás y deberías. Ese
dejarse estar y dejar que lo oculto siga en su sitio, pero tan cerca
que se siente de muchas maneras. Ese volver al mismo principio que
nunca se deja escribir, y por eso hay que intentarlo mil veces.
No es allí, pero casi. Nunca llevo saco la cámara en aquel lugar. |
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