jueves, 19 de enero de 2017

Montera

 
Volveré a ir al lugar, y volveré a escribir sobre él, seguro. Igual que volveré a acogerme como un asilado bajo la influencia de la Roca y tendré que volver a escribirlo. Porque cuando una vista graba tu primera memoria, tu arcilla niña, cada vez que la reencuentras es la primera. No como, sino exactamente. No hay reincidencia ni el tedio de lo que se repite. No hay efecto acumulativo hasta que a la enésima ocasión el corazón se satura. Cuando una primera impresión es definitiva, el proceso de maduración se interrumpe y la historia se quiebra. Puedo decir una y otra vez lo mismo sin sonrojo, del mismo modo que puedo anhelar una y otra vez el calor de otra persona, marcada como estoy por el calor del útero de mi madre.

Volveré al lugar con mis fingidos ojos de especialista y rastrearé en él lo que mejor convenga a mi libro (o-lo-que-surja), porque este es uno de los escenarios cruciales en la vida de Betty Molesworth. Buscaré los encuadres que necesite para sentirlo con un corazón ajeno, para filtrarlo a través de unas experiencias que no son las mías, pero que comparten con mi historia un mismo aire de timidez, un andar casi pidiendo permiso. Iré y miraré profesionalmente, pero antes

Antes intentaré cumplir mi viejo afán de disolverme, de ser parte inofensiva y al ras del paisaje. Con la misma voz que bichos, pájaros, árboles, hierba, roca, cielo y agua corriente, pero sin voto. Como corresponde a una recién llegada. En mi casa arrancaré el coche y aplazaré la comodidad con la que vivo. El respirar sin rozamiento, la sensación de dominio. Haré no tantos kilómetros como para que el camino se convierta en alegoría, y al poco veré los primeros jérguenes en flor, los primeros verdes sin tacha, las primeras vacas. Entonces empezaré a perderme a mí misma. Las cifras en los relojes digitales bailarán y se volverán locas, y ya no sabré qué año hace. Me iré acercando al principio, no a la fecha que delata el DNI, sino a la de mi verdadero arranque, cuando de mis esporas empezaron a germinar plántulas. Me dejaré en el trayecto miedos y costumbres. Conducir ya no me pondrá tan tensa. Se me irá pasando la frustración de relacionarme con más cemento que campo. Cuando Los Barrios quede justo a mi derecha y los árboles que aún se empeñan en hacer bosque se pongan casi al alcance de la mano, mi caja torácica hará las cosas raras de los enamorados.

Aparcaré y entonces seré solo ya mi cuerpo. Sin nombre ni aspiraciones ni tan siquiera mochila, porque para estar en un lugar así no hace falta equipaje. Cuando después me dé el hambre volveré a por el bocadillo y me apoyaré contra algún tronco que, tras el último descorche, todavía desprenda un poco de olor íntimo. Sentiré ese gozo arcaico de mono que ha dado con un buen árbol. Todo sabrá tan rico como cuando para comer sólo hacían falta manos, suerte y un poco de conocimiento heredado. Pero primero presentaré mis respetos a las piedras. La extravagancia que fotografía todo el mundo, las otras más discretas. Vagaré por superficies almohadilladas y grises, casi azules, casi lilas, casi naranjas, treparé y echaré culo a tierra. Disfrutaré como cualquier cachorro.

Me asomaré al borde del tajo y escucharé el agua sin verla, porque los alisos ya tendrán hojas, elegantes abanicos de fiesta. Todo eso que sabes que está ahí, oculto. Psilotum, el arroyo, la interacción de todo lo orgánico y lo inerte, las historias de otros, tus propias riquezas. Después de andurrear por lo gris y lo verde me dedicaré a ser otro simple ser vivo. Ese olvido de los propósitos y las ideas, ese dejar de comparar lo que el ojo ve con ojalás y deberías. Ese dejarse estar y dejar que lo oculto siga en su sitio, pero tan cerca que se siente de muchas maneras. Ese volver al mismo principio que nunca se deja escribir, y por eso hay que intentarlo mil veces.


No es allí, pero casi. Nunca llevo saco la cámara en aquel lugar.

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