La mente, que sufre una especie de
trastorno obsesivo de orden, sólo sabe operar siguiendo patrones,
esquemas, estructuras previas. Puedes pensar que a la mente no hay
quien la entienda, que las ideas son gases libres, que un pensamiento
se engancha a otro de modo aleatorio. Pero aunque quiera dárselas de
hippie, la mente es más bien burguesa. El caos le horroriza,
y por eso se apresura a procesar cada uno de los datos crudos que
captan los sentidos, y que nombrados, etiquetados, comparados con la
información guardada, reconocidos, sistematizados y puestos por fin
en su sitio, forman lo que a ella misma le gusta llamar realidad
externa. Por eso no sabemos vivir sin historias. Porque las
historias tienen un comienzo, un desarrollo y cierto sentido. Por eso
la mente es, ante todo, narradora.
Por eso tenemos la fijación de
establecer que ahí, justo en ese punto, después de aquella mirada,
aquella frase, aquel gesto, en el entonces decisivo, fue
cuando empezó todo. Yo me he contado mil veces que mi primera y
definitiva comunión con los libros ocurrió cuando mi padre me trajo
Robinson Crusoe al hospital donde me
acababan de extirpar las vegetaciones. Tú habrás elaborado tus
propias historias acerca de tu vinculación inquebrantable a los
pájaros / el cine / las rubias / el fútbol. Probablemente no sean más
que artificios. Probablemente nunca hubo un pistoletazo claro de
salida, sino un árbol de causas y un clima favorable. Lo vuestro
empezó en una fiesta, sí, pero ¿habrías ido a ella si no hubieras
estado hasta el culo de estudiar estadística? ¿Habrías podido
conocer a tu sueco si, al elegir destino para su beca Erasmus, él hubiera
preferido Pamplona?
Y sin embargo, me resulta muy difícil no
contar que ahí, también en un cuarto hospitalario, es donde arranca la
historia de Betty. En un cubículo donde apenas cabe una cama y toda
la soledad del mundo. Una puerta se abre a una galería, una ventana
a un cuadrado interno de césped. Pero la puerta no se abre cuando
ella quiere, y para poder ver el césped ha de levantarse de la
cama, y eso no pasará hasta dentro de un año. Betty ha naufragado
en un mundo blanco. Paredes blancas, suelo blanco, sus mismas manos.
La monja enfermera con su voz incolora y su níveo hábito. La
comida, sutiles y poco atractivas variaciones del blanco. La fiebre
le sube periódicamente, y entonces sí, por fin vuelven el castaño
brillante de los caballos, el gris metálico del lago Rotoiti donde
le enseñó a nadar su padre, las flores escarlatas del pōhutukawa.
Cuando los doctores relajen un mínimo esa inflexible cura de reposo, cuando la muerte ya no se combata con algo
tan parecido a ella, a Betty se le permitirá que lea libros. Cada miércoles unos nudillos flojos
golpearán la puerta cercana pero inaccesible. El hombre del
carrito. ¿Un voluntario quizás? No, probablemente un interno sólo
un poco menos enfermo. Quién, estando sano, iba a querer meterse en la
boca del lobo. El chirriar de las ruedas aproximándose,
el suave aviso de los nudillos: un alivio inmenso a su reclusión,
una interrupción de la autocompasión y la tristeza, una promesa de
salir de sí misma que siempre se cumple. Betty recordará siempre al
hombre del carrito con la lealtad de un primer amor. Los libros que él
remolca sustituirán entonces a la fiebre como refugio de los
colores. Suplirán la falta de cariño y de intimidad, levantarán la
veda a la comunicación. Antes de que Betty se agarrara a las plantas
como a un salvavidas estuvieron los libros. Pero unas serán siempre
aire libre, vida sin paredes, el ansiado afuera, y los otros sufrirán
inevitablemente el estigma de estar ligados a un interior.
Una habitación blanca y minúscula. Una
chica que pasa su décimo quinto año de vida condenada a una
cama. Una brutal dieta de afecto. Es fácil pensar que ahí empezó todo, en el Hospital de la Fiebre de Wellington donde a Betty la
internaron cuando se le diagnóstico la temida tuberculosis. Todo: un
carácter marcado por la reserva. La incapacidad permanente de
soportar el menor encierro. La terquedad de imponerse a la bomba de
sus pulmones. Pero esa habitación es sólo un anticipo y también un
resumen de cosas que sucedieron antes. Después vendrán paseos
por los alrededores del sanatorio, en los que Betty se refugiará por
primera vez del parloteo mundano mirando plantas. Antes, una infancia
enfermiza. Quizás la rémora de la epidemia de gripe española que
apenas diez años le había podado a la población mundial unos
cincuenta o cien millones de personas. Y antes, por encima de todo, estuvo
su madre.
Mi mayor deseo es nunca enfermar para evitar por todos los medios posibles no caer en un hospital público...
ResponderEliminarSaludos,
J.