jueves, 12 de enero de 2017

Una habitación blanca (7)

La mente, que sufre una especie de trastorno obsesivo de orden, sólo sabe operar siguiendo patrones, esquemas, estructuras previas. Puedes pensar que a la mente no hay quien la entienda, que las ideas son gases libres, que un pensamiento se engancha a otro de modo aleatorio. Pero aunque quiera dárselas de hippie, la mente es más bien burguesa. El caos le horroriza, y por eso se apresura a procesar cada uno de los datos crudos que captan los sentidos, y que nombrados, etiquetados, comparados con la información guardada, reconocidos, sistematizados y puestos por fin en su sitio, forman lo que a ella misma le gusta llamar realidad externa. Por eso no sabemos vivir sin historias. Porque las historias tienen un comienzo, un desarrollo y cierto sentido. Por eso la mente es, ante todo, narradora.

Por eso tenemos la fijación de establecer que ahí, justo en ese punto, después de aquella mirada, aquella frase, aquel gesto, en el entonces decisivo, fue cuando empezó todo. Yo me he contado mil veces que mi primera y definitiva comunión con los libros ocurrió cuando mi padre me trajo Robinson Crusoe al hospital donde me acababan de extirpar las vegetaciones. Tú habrás elaborado tus propias historias acerca de tu vinculación inquebrantable a los pájaros / el cine / las rubias / el fútbol. Probablemente no sean más que artificios. Probablemente nunca hubo un pistoletazo claro de salida, sino un árbol de causas y un clima favorable. Lo vuestro empezó en una fiesta, sí, pero ¿habrías ido a ella si no hubieras estado hasta el culo de estudiar estadística? ¿Habrías podido conocer a tu sueco si, al elegir destino para su beca Erasmus, él hubiera preferido Pamplona?

Y sin embargo, me resulta muy difícil no contar que ahí, también en un cuarto hospitalario, es donde arranca la historia de Betty. En un cubículo donde apenas cabe una cama y toda la soledad del mundo. Una puerta se abre a una galería, una ventana a un cuadrado interno de césped. Pero la puerta no se abre cuando ella quiere, y para poder ver el césped ha de levantarse de la cama, y eso no pasará hasta dentro de un año. Betty ha naufragado en un mundo blanco. Paredes blancas, suelo blanco, sus mismas manos. La monja enfermera con su voz incolora y su níveo hábito. La comida, sutiles y poco atractivas variaciones del blanco. La fiebre le sube periódicamente, y entonces sí, por fin vuelven el castaño brillante de los caballos, el gris metálico del lago Rotoiti donde le enseñó a nadar su padre, las flores escarlatas del pōhutukawa.

Cuando los doctores relajen un mínimo esa inflexible cura de reposo, cuando la muerte ya no se combata con algo tan parecido a ella, a Betty se le permitirá que lea libros. Cada miércoles unos nudillos flojos golpearán la puerta cercana pero inaccesible. El hombre del carrito. ¿Un voluntario quizás? No, probablemente un interno sólo un poco menos enfermo. Quién, estando sano, iba a querer meterse en la boca del lobo. El chirriar de las ruedas aproximándose, el suave aviso de los nudillos: un alivio inmenso a su reclusión, una interrupción de la autocompasión y la tristeza, una promesa de salir de sí misma que siempre se cumple. Betty recordará siempre al hombre del carrito con la lealtad de un primer amor. Los libros que él remolca sustituirán entonces a la fiebre como refugio de los colores. Suplirán la falta de cariño y de intimidad, levantarán la veda a la comunicación. Antes de que Betty se agarrara a las plantas como a un salvavidas estuvieron los libros. Pero unas serán siempre aire libre, vida sin paredes, el ansiado afuera, y los otros sufrirán inevitablemente el estigma de estar ligados a un interior.

Una habitación blanca y minúscula. Una chica que pasa su décimo quinto año de vida condenada a una cama. Una brutal dieta de afecto. Es fácil pensar que ahí empezó todo, en el Hospital de la Fiebre de Wellington donde a Betty la internaron cuando se le diagnóstico la temida tuberculosis. Todo: un carácter marcado por la reserva. La incapacidad permanente de soportar el menor encierro. La terquedad de imponerse a la bomba de sus pulmones. Pero esa habitación es sólo un anticipo y también un resumen de cosas que sucedieron antes. Después vendrán paseos por los alrededores del sanatorio, en los que Betty se refugiará por primera vez del parloteo mundano mirando plantas. Antes, una infancia enfermiza. Quizás la rémora de la epidemia de gripe española que apenas diez años le había podado a la población mundial unos cincuenta o cien millones de personas. Y antes, por encima de todo, estuvo su madre.

1 comentario:

  1. Mi mayor deseo es nunca enfermar para evitar por todos los medios posibles no caer en un hospital público...

    Saludos,

    J.

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