domingo, 29 de enero de 2017

Notaria

Enciendo la radio nada más levantarme. Apenas después de abrir la ventana, porque sin aire nuevo ni luz el hábito de vivir en pie no arranca. Pero sí antes de beber agua, mear o abrigarme la pequeña orfandad de abandonar el calorcito de las sábanas. Mañana de domingo, todavía temprano para que los ciclistas se despeñen por los escalones de la cuesta, los niños agujereen el relativo silencio de un día sin coches, los turistas despistados fotografíen las hierbas entre el empedrado, como si en sus países las ciudades fueran territorio estéril y la vegetación no aguardara pacientemente su revancha. Estoy sola en casa y las voces cobran importancia.

La soledad no me asusta, conste. Vivir con un mínimo de consciencia obliga a aceptar que la soledad se aloja en la médula de los huesos. Y a mí la vida me convence, aunque venga con condiciones todavía más fulleras que las cláusulas suelo. Sólo es que yo, que sólo sé articular un lenguaje organizado y coherente en silencio y con los dedos, me dejo hechizar por la coherencia que se pronuncia en voz alta. Aunque últimamente todos los que hablan en la radio repitan sin cesar la muletilla básicamente. Me pone de los nervios. Convierte en abreviatura cada asunto que se trata. Como si no nos permitiéramos reflexiones de más de 140 caracteres.

O sea, que enciendo la radio y termino de espabilarme escuchando predicciones agoreras sobre el efecto que tendrán las políticas de nuestro nuevo Nerón sobre la salud del planeta. Eso sí que me asusta. Y que el mundo sea a la vez inabarcable y una corrala donde cada hijo de vecino escucha las miserias del de al lado me resulta chocante, a veces. Ahí estoy yo, enguajándome el sueño en el lavabo, calibrando cuánto tiempo puedo retrasar el siguiente corte de pelo, y afligiéndome a la vez, sinceramente, porque la ignorancia se revela como crimen de lesa humanidad, y porque, queridos, vamos a sudar, vamos a mojarnos hasta las rodillas, vamos a tener que ir practicando las etapas del duelo por peces, corales, anfibios, osos polares, bosques, Venecia, la posibilidad del paraíso en las islas del Pacífico.

Entonces se me van por el desagüe las vacilaciones, junto con las legañas y la acumulación de ausencias. Ayer bromeaba con mi prima acerca de lo que me estaba costando encontrar temas des escritura después del, jujuju, éxito. Prima, le decía, me siento como un concursante de Gran Hermano 7, lastrada por mis cinco segundos de fama. Era una coña, por supuesto. Pero la verdad es que me daba cierto reparo seguir escribiendo fusiones entre intimidad y naturaleza. Me parecía... descarado.

Lo sé, a lo mejor titubeo más de la cuenta. Lo de parecer que me aprovecho por puro narcisimo de una necesidad ajena a lo mejor sólo está en mi apocado cerebro. Y, cielos, lo sé: leer y escribir la trama oculta de la vida salvaje, llevarme un dedo a los labios, señalar y decir, con los ojos y las palabras, mira aquello, qué inmenso y que fértil, qué cruel, qué belleza, ahora mismo me colma. Es una vocación sincera que ya me estaba exigiendo hacerse carne, mucho antes de que tanta gente se sintiera alentada por aquel texto. Lo pienso y me digo que la vocación del consuelo también es un motivo franco y noble. No puedo quitarte el dolor, pero puedo abrazarte. No puedo darte más armas que la de certeza de que en esto incompresible del vivir no estás solo.

No puedo vencer a poderes voraces pero puedo dejar testimonio. Escribir con el corazón en un puño, hacernos notarios de la hermosura y de la riqueza, por si acaso, por si nos las arrebatan. Ser como conservadores de museo en zonas de guerra, sacando del país los mejores cuadros, agrupando en un triste almacén las estatuas. Ahora más que nunca hay que escribir la naturaleza, igual que se escribe la juventud en un diario íntimo: para preservarlas, para volver la vista después y decir qué inocente era yo, qué bonita.

Así que seguiré contando la historia de Betty Molesworth*, o cómo la botánica ayudó a sanar un corazón enfermo. Seguiré relatando la épica de las águilas y la insignificancia aparente de los helechos. Me perdonaré por aquella época en que la soledad sí me asustó y no supe estar atenta ni dejarme salvar por el paisaje.


*¡Etiqueta "Betty", etiqueta "Betty"!

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