He sentido tantas cosas estos días que
no me extrañaría que en el corazón me salieran agujetas. Por
encima y por debajo de todo, mojándolo todo, asaltando a quemarropa
las horas del día, atacando por la espalda las nocturnas, he sentido
lo que muchos: dolor, tristeza, rabia, desamparo.
Y a la vez, la alegría imprevista de que
algunas de mis palabras hayan podido servir de bálsamo. Me ha
conmovido profundamente que lo que yo elaboro con la materia bruta de
mi desolación y mis dudas, de mi esperanza terca y mi experiencia
aislada, haya funcionado como un perro pastor para los sentimientos
de otros. Lo que latía sólo en mí, ahora late fuera como un
trasplante. El recluido yo, convertido en nosotros. Me he sentido
honrada de que algo tan intangible como un texto, potencialmente tan
torpe e interpretable, algo que carece de la fuerza y de la calidez
de unas manos que arreglan o curan, o de un cuerpo que abraza, haya
podido procurar consuelo.
He sentido pudor, claro. Cómo no, si
aquello que se me estaba agradeciendo, aquello por lo que se me
aplaudía, tenía un origen tan dramático. En algunos momentos me ha
inquietado que esa alegría fuera oportunista. Pero me han hecho
saber que si nadie conjurase la pena y la furia, si nadie, por
respeto, quisiera ponerle voz a los que se afligen, el nudo en el
corazón terminaría apretando demasiado.
Y, de vez en cuando, he sentido un
desasosiego al que tampoco yo sabía ponerle palabras. Una molestia
que, como una fiebre leve, no me impedía hacer mi vida, pero que me
iba debilitando. Escuchaba y leía las noticias, hablaba con unos y
otros del asesinato, y una alarma bajita en mi interior me advertía
de que ahí había algo averiado. Algo que, lo he estado pensando,
tenía que ver con lo normal y lo extraordinario.
Ahora creo que la normalidad es un asunto
bastante mal calibrado. He escuchado una y otra vez que el cazador
que mató a mis compañeros era un chico perfectamente normal, como
tú y como yo, como cualquiera. Cortés con sus vecinos, trabajador,
simpático. Iba a comprar a tu frutería y te preguntaba cómo te
iba. Te pedía amistad en Facebook. Ponía en su bar un café
rico. Quizás todavía no había borrado del móvil algunos de los
memes navideños que tampoco tú has borrado. Cómo iba a
hacer algo así uno de los nuestros. Meterle dos tiros, dos, a sendas
cabezas inofensivas. Alguien que no se metía en líos, que nunca ha
hecho ruido, que no era conflictivo. Pasa algo así en nuestro
barrio, en nuestro pequeño círculo de influencia, y nos quedamos
perplejos. No se nos ocurre otra cosa que decirle a los periodistas
más que: si era muy normal.
Como si los contactos pasajeros que
mantenemos con los que nos rodean nos expresaran completamente. Como
si lo que ven e interpretan de nosotros es lo que fuéramos. Como si
no hubiera recovecos ni ángulos muertos una vez que uno cierra la
boca o la puerta de su casa. Como si la normalidad no fuera un pacto
colectivo para no andar todo el día con miedo del vecino.
Y cuando la normalidad se quiebra y se
convierte en lo extraordinario, entonces, ah, aparece la enajenación
transitoria o la locura. Se le cruzaron los cables. No se acuerda de
nada, como si hubiera sufrido una posesión demoníaca. Joder, tuvo
una reacción maquinal, instintiva. Te dan un golpe en la rodilla y
tu pie se levanta. Se te acercan un par de tíos uniformados y tu
escopeta se dispara. Bueno, eso... normal, normal, no es. Tal vez el
chico no estaba muy bien de la azotea. Va a ser eso. Que estaba loco.
Sólo un chiflado puede reaccionar de esa forma. Cómo iban a haberlo evitado, los dos pobres forestales. Ese día salieron de su casa
sin saber que se iban a topar con la fatalidad. Un loco con una
escopeta. Un suceso trágico pero excepcional. No hay por qué sacar
las cosas de quicio y asustarse. No tiene por qué volver a pasar. La
inmensa mayoría de los que andan por el monte son personas normales.
Y yo no tengo la menor duda de que el
monte no es un hervidero de locos. Como tampoco la tengo de que
cualquiera dotado de un arma y una gestión deficiente de sus
emociones tiene en su dedo el poder de matar. No tiene por qué
parecer un perturbado, ni haberte acosado de pequeño en el recreo, o
haber trapicheado con drogas. Ni siquiera tiene por qué ser
necesariamente una mala persona, en cada una de las facetas de su
vida. A lo mejor es un buen padre, un buen marido, un buen vecino.
Tal vez es tan normal como tú y como yo, como cualquiera.
Tal vez deberíamos tener más defensas contra la normalidad.
Totalmente de acuerdo. A veces es mejor que los que nos rodean no sean tan normales, porque de esa manera tendríamos precauciones. Es triste que sea así, pero la normalidad también es peligrosa...
ResponderEliminarSaludos.
A propósito de armas, he oído a alguno de tus compañeros decir que deberíais ir armados. Se me ponen los pelos de punta. No creo que esa sea la solución, ya hay demasiadas en el mundo ¿qué opinas?.
ResponderEliminar