jueves, 26 de enero de 2017

Tan normal

 
He sentido tantas cosas estos días que no me extrañaría que en el corazón me salieran agujetas. Por encima y por debajo de todo, mojándolo todo, asaltando a quemarropa las horas del día, atacando por la espalda las nocturnas, he sentido lo que muchos: dolor, tristeza, rabia, desamparo.

Y a la vez, la alegría imprevista de que algunas de mis palabras hayan podido servir de bálsamo. Me ha conmovido profundamente que lo que yo elaboro con la materia bruta de mi desolación y mis dudas, de mi esperanza terca y mi experiencia aislada, haya funcionado como un perro pastor para los sentimientos de otros. Lo que latía sólo en mí, ahora late fuera como un trasplante. El recluido yo, convertido en nosotros. Me he sentido honrada de que algo tan intangible como un texto, potencialmente tan torpe e interpretable, algo que carece de la fuerza y de la calidez de unas manos que arreglan o curan, o de un cuerpo que abraza, haya podido procurar consuelo.

He sentido pudor, claro. Cómo no, si aquello que se me estaba agradeciendo, aquello por lo que se me aplaudía, tenía un origen tan dramático. En algunos momentos me ha inquietado que esa alegría fuera oportunista. Pero me han hecho saber que si nadie conjurase la pena y la furia, si nadie, por respeto, quisiera ponerle voz a los que se afligen, el nudo en el corazón terminaría apretando demasiado.

Y, de vez en cuando, he sentido un desasosiego al que tampoco yo sabía ponerle palabras. Una molestia que, como una fiebre leve, no me impedía hacer mi vida, pero que me iba debilitando. Escuchaba y leía las noticias, hablaba con unos y otros del asesinato, y una alarma bajita en mi interior me advertía de que ahí había algo averiado. Algo que, lo he estado pensando, tenía que ver con lo normal y lo extraordinario.

Ahora creo que la normalidad es un asunto bastante mal calibrado. He escuchado una y otra vez que el cazador que mató a mis compañeros era un chico perfectamente normal, como tú y como yo, como cualquiera. Cortés con sus vecinos, trabajador, simpático. Iba a comprar a tu frutería y te preguntaba cómo te iba. Te pedía amistad en Facebook. Ponía en su bar un café rico. Quizás todavía no había borrado del móvil algunos de los memes navideños que tampoco tú has borrado. Cómo iba a hacer algo así uno de los nuestros. Meterle dos tiros, dos, a sendas cabezas inofensivas. Alguien que no se metía en líos, que nunca ha hecho ruido, que no era conflictivo. Pasa algo así en nuestro barrio, en nuestro pequeño círculo de influencia, y nos quedamos perplejos. No se nos ocurre otra cosa que decirle a los periodistas más que: si era muy normal.

Como si los contactos pasajeros que mantenemos con los que nos rodean nos expresaran completamente. Como si lo que ven e interpretan de nosotros es lo que fuéramos. Como si no hubiera recovecos ni ángulos muertos una vez que uno cierra la boca o la puerta de su casa. Como si la normalidad no fuera un pacto colectivo para no andar todo el día con miedo del vecino.

Y cuando la normalidad se quiebra y se convierte en lo extraordinario, entonces, ah, aparece la enajenación transitoria o la locura. Se le cruzaron los cables. No se acuerda de nada, como si hubiera sufrido una posesión demoníaca. Joder, tuvo una reacción maquinal, instintiva. Te dan un golpe en la rodilla y tu pie se levanta. Se te acercan un par de tíos uniformados y tu escopeta se dispara. Bueno, eso... normal, normal, no es. Tal vez el chico no estaba muy bien de la azotea. Va a ser eso. Que estaba loco. Sólo un chiflado puede reaccionar de esa forma. Cómo iban a haberlo evitado, los dos pobres forestales. Ese día salieron de su casa sin saber que se iban a topar con la fatalidad. Un loco con una escopeta. Un suceso trágico pero excepcional. No hay por qué sacar las cosas de quicio y asustarse. No tiene por qué volver a pasar. La inmensa mayoría de los que andan por el monte son personas normales.

Y yo no tengo la menor duda de que el monte no es un hervidero de locos. Como tampoco la tengo de que cualquiera dotado de un arma y una gestión deficiente de sus emociones tiene en su dedo el poder de matar. No tiene por qué parecer un perturbado, ni haberte acosado de pequeño en el recreo, o haber trapicheado con drogas. Ni siquiera tiene por qué ser necesariamente una mala persona, en cada una de las facetas de su vida. A lo mejor es un buen padre, un buen marido, un buen vecino. Tal vez es tan normal como tú y como yo, como cualquiera. 

Tal vez deberíamos tener más defensas contra la normalidad.
 

2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo. A veces es mejor que los que nos rodean no sean tan normales, porque de esa manera tendríamos precauciones. Es triste que sea así, pero la normalidad también es peligrosa...
    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. A propósito de armas, he oído a alguno de tus compañeros decir que deberíais ir armados. Se me ponen los pelos de punta. No creo que esa sea la solución, ya hay demasiadas en el mundo ¿qué opinas?.

    ResponderEliminar