lunes, 16 de enero de 2017

Lo malogrado y lo conseguido (8)

Las fotos del Hospital de la Fiebre que he encontrado en internet conservan, pese a la impersonalidad del medio, algo del carácter espectral propio de los lugares donde la existencia es otro asunto. Donde se suspende la rutina de gente que trabaja, cría, cocina, ahorra, gasta, pasea, saca la basura, saluda a los vecinos y sueña de vez en cuando. Donde aunque se intenten simulacros la vulgaridad es clandestina. Espacios rodeados de muros para que su anomalía no nos manche. Cárceles desalojadas. Prípiat, a unos cuatro kilómetros de la central nuclear de Chernóbil. Campos de refugiados.

Son geografías poseídas por el deseo y el fracaso. Salas o descampados donde pacientes, reclusos, animales radiados y parias aprenden a despojarse del hábito de la esperanza. En las paredes se queda esa frustración de callejón sin salida, como el olor a tabaco en las colchas de los viejos hostales. Vidas que deberían haber seguido otro curso, años amputados. Todos cargamos con el peso de nuestras propias experiencias fantasmales. Todo lo que se truncó, todo lo que se malogró por decisión o accidente. A veces se manifiestan y cambian las cosas del corazón ligeramente de sitio. Pero en los lugares con vocación por el aborto los fantasmas se aparecen hasta en las imágenes digitales. 


Fever Hospital
Cuando estos post se hagan libro, escribiré a Alicia Scott para pedirle formalmente esta serie de imágenes
 

En aquel hospital, la Betty adolescente tuvo tiempo de sobra para imaginar lo que pudo haber sido y no. Dos años: suficientes para que los amigos que no conoció, las lecciones que no recibió, los amores que no tuvo, cuajaran en una sustancia viscosa que se pegó para siempre a su alma. Antes de que los libros del hombre del carrito pudieran rescatarla de sí misma, estuvo la sensación de fiasco, la sospecha de que su vida se había torcido y ya no iba a haber forma de enderezarla. Betty no consiguió nunca desprenderse completamente del temor de ser saboteada. Por sus propios pulmones o por esa madre de la que en su convalecencia apenas recibió cartas. A lo largo de su vida el temor se confirmó algunas veces. Viajes que tuvieron que interrumpirse. Amigas que la fueron dejando de lado. Habitaciones de hotel donde se vio varada por el cansancio y la fiebre, mientras Geoffrey se ataba las botas de campo. Aquel plan insidioso para que se divorciase.

Pensó una y otra vez, por ejemplo, en que si su madre no se hubiera obcecado en traérsela de vuelta a Nueva Zelanda, si no la hubiera reclamado con tan malas artes, ella quizás se estaría recuperando ahora mismo en un sanatorio de los Alpes suizos de vistas sobrehumanas, donde en vez de una chica incomunicada y débil sería todo un personaje. Si no se hubiera resfriado en aquel vetusto castillo alemán adonde su institutriz la alojó provisionalmente, tal vez la tuberculosis no hubiera echado raíces en su ya de por sí frágil cuerpo. Si la tía Gwen no hubiera pillado a su vez la varicela pocos días antes de que ella desembarcara en Southampton, la señora Mortimer no le habría propuesto aquel viaje a Alemania, mientras la tía se recuperaba y le ofrecía por fin su techo. Si virus y bacterias no le hubieran hecho el juego sucio a su madre, habría terminado ingresando en Cambridge. Podría haberse graduado en Biología. Podría haber escapado. Podría haber vivido al fin en un hogar amable.

Y sin embargo, aunque en la habitación blanca se abortaron algunas vidas posibles, Betty consiguió escaparse. Nunca escupió del todo la sustancia viscosa del desengaño, pero se curó y vivió lo suficiente y con el suficiente brío como para vengarse de la tuberculosis. No obtuvo nunca su título, pero supo tanto o más que cualquier graduado. Hizo su casa en las junglas y en torno a un corpulento hombre con bigote. Le creció una voluntad paralela a la de su madre. Finalmente se transformó en un verdadero personaje.


1 comentario:

  1. ¿Es el primer capítulo?. Leído queda, jefa. Lo volveré a disfrutar antes de continuar.

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