Han puesto un cartel naranja en la
ventana donde veíamos a Canelita. Se Alquila. Apartamento
con baño. Patio con jardín. Se ocupará pronto, seguro. Pese a
los coches que asfixian la hiedra ofrecida como reclamo. Pese a estar
en un bajo. El edificio ocupa una esquina de la ciudad ambigua. Lo he
dicho otras veces porque vivo justo encima. Es un trozo discreto de
centro. Una forma de periferia astuta. Como si la ciudad se plegase
sobre sí misma y dejara huecos en medio. Yo misma lo alquilaría, si
no fuera un disparate. Dos pisos de una habitación, uno sobre otro.
Molestarme a mí misma si entreno en casa. Mojarme mis propios
cristales al regar las plantas. Espiarme. Vestirme a medias con lo de
un armario y terminar con el de abajo. Refugiarme de las apreturas
domésticas bajando sólo once escalones. Huidas transitorias a un
paisaje ligeramente distinto.
¿Y ella, a qué paisaje se la han
llevado? ¿Qué nuevo espacio andará ahora conquistando? No le va a
costar adaptarse. El apartamento que se alquila se le quedaba chico.
Conservaba en su cerebro pretensiones territoriales. Entraba y salía
cuando le daba la gana. Cuesta abajo, cuesta arriba, por los tejados
del molino, por el parque. Canelita esquivando coches. Canelita
repantigada regiamente en la tapia. Daba entre susto y orgullo verla.
Tú la llamabas traviesa, gata mala. Yo le chocaba los cinco en la
distancia. Parecía que fuera algo nuestro. Y en cierto modo lo era.
Al menos lo fue toda una tarde. La
escuchamos maullar en los entresijos del edificio, desesperada por no
poder entrar en su casa. Un gato puede abandonar su hogar cuando le
apetezca, pero odia encontrarse la puerta cerrada. Puede que eso lo
humille. Cómo se quedó tirada, no me lo explico. Si era una especie
de duende, un corzo urbanita, una pequeña silueta recortada del
libro de la selva. Le abrimos nuestra puerta para que el espacio no
se le hiciera tan estrecho. Y al poco terminó entrando. Como si
fuera lo más natural del mundo. Animal optimista y confiado. Una
puerta se cierra, otra se abre. Y por qué no, qué demonios, si en
nuestro lugar había jamón y superficies mullidas. Se metió en la
bañera y en el armario. Se plantó en el sofá y sobre mi almohada.
Su pelaje hacía juego con el color de los muebles. Ella parecía
saberlo. Esa tarde tuvimos algo.
Y ya no volveremos a verla. Nadie volverá
a llamarla Canelita, porque ese es el nombre facilón que le
inventamos. Y a nosotros ¿nos habrá dado alguien otro nombre?
¿Seremos parte de alguien inesperado? Cada vez que suba o baje la
cuesta echaré una ojeada a su ventana. Mantendré ese hábito. Sin
sentimentalismo ni nostalgia. Como si saludara al espíritu del
barrio. Como se lustra con los ojos el escenario de un romance.
Seguirá siendo nuestra, más allá de la posesión o la presencia.
Tal vez nos acordemos de ella cada vez que nos creamos tirados.
Seguiremos teniendo algo.
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