sábado, 11 de junio de 2016

Volver a Cotopaxi


Cuscatlán, pero sobre todo Cotopaxi. Cotopaxi. Hay nombres que te dejan en la mente una huella intrascendente pero imborrable. Cicatrices sin leyenda. Señales que no dicen nada. Tengo un pequeño costurón debajo del labio, de una vez que quise mirarme en un espejo del cuarto de baño sin tener todavía altura, y terminé aterrizando sobre el lavabo. El rastro de una biopsia en un muslo. Vestigios en las rodillas y los codos de cuando pensé que mi torpeza podía ser compatible con unos patines. Todo eso cuenta mi biografía. Pero he olvidado la historia de otras señales. Como si la vida pasase a veces desapercibida.

Cotopaxi” era una de esas huellas mudas. Podía estar cortando cebollas y repitiendo el nombre como un mantra. Vendida ante el ginecólogo o el dentista. Pintándome las uñas. Preparándome para la escritura. Escuchando con atención tu rollo. Apretando los dientes para conseguir – sin éxito – hacer una dominada. Y mientras yo con mi palabra clavada. Que no es un fetiche para sentirme segura. Mi mente tropezaba con ella igual que tu lengua acaricia una llaga.

Una palabra cualquiera, eso es lo que pensaba. Ya no, porque esta semana he vuelto allí, a Cuscatlán y a Cotopaxi. Cuscatlán es una región salvadoreña donde se cultiva caña de azúcar. Cotopaxi, un volcán de Ecuador en activo. También son los nombres de dos pabellones de dormitorios de un centro de estudios que está en Mollina, Málaga. Una especie de campo de concentración amable. Ahí es adonde he vuelto, no a Latinoamérica. Después de unos trece años. Trece. Jesucristobendito.

Martes. Tres de la madrugada. Pabellón Cuscatlán. Habitación setecientos y pico. Doy vueltas en la cama. Agujetas en la mente, en los abdominales y en la espalda, porque en los escasos ratos libres hago planchas y flexiones. La posición sedente me mata. Pienso en cómo me recuerdan estos días a los de hace trece años, cuando empecé a trabajar y me mandaron aquí mismo a hacer otro curso. Se parecen en lo de insertarme de pronto en un grupo. Dar mis coordenadas básicas a unos desconocidos en el desayuno. Defender mi personaje. Saber qué hacer con mi cuerpo en los dencansos entre clase y clase. Ser consciente de que, a diferencia de lo que pasó en otras aulas, lo que me están contando tiene potencial suficiente como para fabricar otro modelo de Silvia.

Y al mismo tiempo, qué poco me parezco yo a la de antes. Es como si a lo largo de estos años, además de sumar experiencias, descascarillarme de creencias erróneas y enamorarme para siempre unas cuantas veces, hubiera cambiado de estado. Ya no soy más gaseosa. Como si la nube que era entonces se hubiera ido condensando. Con el mismo alivio de un chaparrón de septiembre. Después de trece años, huelo a campo.

Y quizás por eso no podía dormirme en mi cama del pabellón Cuscatlán, vecino del Cotopaxi. Estaba excitada: en el mismo punto de partida de hace trece años, pero con cartas nuevas. Menos huidiza, mucho mejor armada. Sobre todo más atenta. La vida ya no me pasa desapercibida. Ahora todas mis cicatrices tienen historia. Sé perfectamente lo que me va a dejar huella.


2 comentarios:

  1. quiero ser un poco tú. con un poco ya mejoraría bastante

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    1. Creo que nunca me habían dicho nada tan bonito. Podría rebatirlo, pero por una vez, perfiero disfrutar de semejante regalo.

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