viernes, 17 de junio de 2016

El arte de la sutilidad

 
En otra época podrías decir que cae la tarde, pero en las semanas que rodean al solsticio de verano, la tarde simplemente se para. Se queda de pie como cuando eres ofensivamente joven y puedes empalmar una noche en blanco con la jornada de trabajo. Soy una persona pragmática y, sin embargo, me creo ese tipo de magia. Los sonidos propios del día se interrumpen sin querer en el campo. Pájaros e insectos se callan porque toca. Y antes de que te dé tiempo a decir guau, qué silencio, otras criaturas se desbocan. Grillos, hordas de ranas.

También se escuchan unos pasos. Un paseante que se sorprende de vernos ahí plantados. Vadea el arroyo sin mucha gracia, mojándose el tacón de sus zapatillas deportivas y dejándolo clavado en el barro. Antes de que escape de mi campo de visión, lo veo arrancar un junco de la orilla y blandirlo como si fuera una espada. Y al momento la tarde estática se lo ha tragado. Dentro de un rato me iré de este sitio y el paseante será agua pasada. Y sin embargo, si mañana regresase, distinguiría aún los rastros de su paso. Una huella en el barro, un resto de junco desgarrado. Si no hubiera visto lo que hizo, puede que jamás me fijara en las pistas que fue dejando. Nada delataría su presencia en este paisaje. Sus huellas se quedarían ahí, taciturnas, esperando a que alguien más observador las estudiase.

La semana pasada me explicaron que el Principio de Intercambio de Locard es uno de los pilares de la criminalística. La Wikipedia lo cita así: "siempre que dos objetos entran en contacto transfieren parte del material que incorporan al otro objeto”. Todavía hay huellas de las zapatillas del paseante en la orilla del arroyo. A lo mejor todavía hay restos de savia de junco en sus manos y polen de olivo en sus suelas. El último flechazo del que os hablaba en el post anterior bebe directamente de este principio. De repente me apasiona la idea de llegar a leer lo que narran las huellas invisibles que esperan latentes en el campo.

Uno sale del medio humano convencido de que la soledad y la naturaleza son primas hermanas. Busca en la segunda a la primera, o sin quererla se la va encontrando. Ese es uno de tantos prejuicios. La soledad en el campo es una especie de quimera. Allá donde pongas el pie ha pasado previamente algo. Y esos sucesos dejan vestigios. Un jabalí se ha dado un baño y la marca de su pelaje queda impresa en el suelo encharcado como en plastilina. Un corzo ha frotado sus astas contra el tronco de un árbol. Furtivos los han estado acechando a ambos. Alguno quizás apretó el gatillo. Cuando tú llegas ahí, el escenario parece callado. Pero siempre queda una especie de rumor colgado en el aire, un eco de lo sucedido. Reconstruir la historia a partir de dos o tres pistaspuede considerarse un arte. 


Uno de esos lugares que sólo parecen callados

Que en el fondo se parece bastante a la escritura, y al talante necesario para practicarla. Todas son disciplinas de la sutilidad. Se trata de revelar lo que parecía invisible, de rescatar historias del olvido para ponerlas donde se merecen. Cerca del corazón de la gente o en el lugar donde algunas han de juzgarse. Se trata de darle una oportunidad a lo desapercibido, y la vuelta a la idea funesta de que las cosas sólo pasan una vez y luego caen en el olvido. Se trata de demostrar que nunca hay actos aislados. Que tu paso por el mundo, sea inocuo o dañino, siempre deja una huella. Que en el fondo no hay soledad.

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