Tengo mi coche encerrado en un garaje a
unos 15 kilómetros, con una rueda reventada. Bendita distancia. Si
lo tuviera mucho más cerca encontraría la manera de echarme en cara
mi desidia. Es así de expresivo. Es mi relación no familiar más
larga. He comido dentro de él, he dormido, he escrito, he dado besos
largos. Ha sido capaz de llevarme a mis lugares favoritos, a pesar de
no estar preparado de nacimiento para el campo. En eso hemos ido a la
par a lo largo de estos trece años. Yo me fío de él, y él,
milagrosamente, me corresponde. No debería ser tan incauto. Puedo
contar con los dedos de una mano las veces que he comprobado el nivel
de aceite o el de aire en las ruedas por iniciativa propia. Mi coche es un
perrillo faldero, y yo, como conductora, un extraño híbrido entre
mujer fatal y puto desastre.
Razón por la cual el asunto de la rueda
sigue debajo de la alfombra de la vergüenza. El lugar donde crecen y
se reproducen los mentís a la afirmación de que soy una adulta
madura. Como siempre, tengo varias excusas. Me falta tiempo. Cuando
se produjo el pinchazo yo ni siquiera estaba en Granada. Y si tengo
que elegir una sola actividad que mejore ostensiblemente cada una de
las facetas que me componen me quedo con la zumba.
Vale.
Pero la verdad desnuda es que la
perspectiva de cambiar una rueda me horroriza. Y me horroriza que me
horrorice. He ahí una espiral de autorreproches que podría inspirar
modelos matemáticos. Tan ineludible, tan elegante. Me veo
ontológicamente incapaz de realizar ciertas tareas, y eso ofende al
tipo acabado de persona al que oposito de forma constante. Sé que el
trabajo de ser nunca se termina. Uno no se construye de cabo a rabo,
se pone una banderita y luego descansa. Pero sé también que andar
es mucho más fácil cuando se tiene una dirección en mente, y yo
voy con mi pasaporte y mi mapa en mano, dando dos pasos y descontando
veinte, rumbo a la independencia. Punto para mí por no usar la frase
“hoja de ruta”.
Aspiro a ser una mujer soberana y
rústica. Me gustaría cortarme cada semana un vestido, dar con la
clave de por qué las lámparas halógenas de mi cuarto de baño se
suicidan una tras otra, saber cambiar una correa de distribución,
conducir tractores, podar los árboles de mi padre, conocer las
intimidades caprichosas del tostador, la lavadora y los desagües.
Rendirme y acudir a profesionales sólo después de intentarlo.
En lugar de eso, espero medio en broma a
que mi coche se regenere solo. O a que un retén contra incendios al
completo me caiga del cielo y me salve. No es una fantasía. Ya me ha
pasado antes. En otra ocasión pinché un Land Rover del trabajo y mi
hada madrina me envió a siete duendecillos que en un chasquear de
dedos arreglaron mi calabaza rodante. Yo iba vestida con esa especie
de pijama que forma parte del equipo de protección individual, y a
pesar de que parecía un peluche pordiosero, me galantearon. Me sentí
una Marilyn Monroe parodiada por los Monty Python. Y no me importó
mucho. No digo yo que lo planeara, pero sí me beneficié del
estereotipo sin recato.
Y por ahí no, chica. Pero parece como si
hubiera que gastar dos o tres vidas para que el modelo ideal de uno
mismo respire en el mundo al menos un día. Mañana me pensaré lo de
arreglar la rueda. Ahora mejor bailo un rato.
Esta entrada es casi mi vida con mi coche, palabra por palabra.
ResponderEliminarSi yo pinchase y tuviese que cambiar la rueda, llamaría directamente al seguro y que me lo hagan ellos.
No me digas que también te ha recatado un retén contra incendios!!
EliminarYo también haría lo del seguro, si no tuviera una póliza absurda que no he cambiado todavía por mi inconsistencia para las cosas prácticas y mi mala cabeza.
Vas puliendo, cada dia, tu mejor "yo".
ResponderEliminar... y lo sabesss!
;-)
Bueeeeno, tengo mis días, amiguito.
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