Un día
sí, otro no; un día sí, y al siguiente... Sabe dios. Parece como
si me hubiera propuesto lanzar un mensaje en código morse. El hecho
de que últimamente esté escribiendo en días alternos no tiene nada
que ver con la instauración de un Ritmo Definitivo, sino más bien
con una serie de accidentes cerebro-vasculares que me vienen
ocurriendo desde que me levanto antes de las seis y media de la
mañana. Pasa que a veces llego a la hora de la merienda ya sin
fuelle. O que dos días por semana tengo turno de tarde, y en esos
casos cuadrar la agenda y no morir en el intento adquiere tintes tan
dramáticos como lo propio respecto a las cuentas públicas portuguesas, o
griegas, o hispanas.
También
puede pasar que me insubordine contra mi propia voluntad. Llega un
día en el que necesito respirar atmósferas sólo un poco más
exóticas que la de mis propias palabras. La calle o los libros. Una
película o la dulce nada. Es una sensación cercana a la
claustrofobia. Simplemente, me inquieta que, entre el trabajo pagado,
la cocina y la escritura, mis días se vuelvan graníticos y
previsibles. Me levanto y hago lo que tengo que hacer. Tengo que ir
al trabajo. Estamos. Tengo que alimentarme, y resulta que mi credo me
impide hacerlo a base de quesitos Mini Babybel y manzanas. Estamos. Y
luego una pulsión que a veces se me antoja parásita me obliga a
encender ciegamente el ordenador, y a sacar de mi experiencia o de mi
imaginación algo de provecho que pueda ser contado.
De
provecho para quién, me cuestiono en los días de rebelión. ¿Es
que a alguien más le interesa que yo esté aquí bostezando,
resistiendo los exhortos eróticos que me está haciendo el colchón
sobre el que estoy sentada? ¿Acaso alguien puede encontrar un
refugio, un consuelo, una mínima compañía, en estas dudas que hoy
expreso sobre la escritura? ¿Y acaso no es esa una aspiración un
poco petulante, quizás? Nadie necesita que yo escriba día tras día
tras día. La pregunta del millón es: ¿lo necesito yo?
Lo
necesito. De la misma manera que un atleta necesita calzarse las
zapatillas a diario. Por mandato de una voluntad imperial. Por una
cuestión de prejuicios. Porque, sin saber muy bien cómo, igual que
a veces uno no sabe muy bien el proceso exacto por el que ha
terminado convirtiéndose en cartero, o visitador médico, o padre,
es lo que tengo que hacer. Más tarde, colocado ya el punto y final,
es cuando me doy cuenta de que, además, es lo que quería hacer.
Bajo entonces la pantalla del portátil con una expresión casi beata.
Encendida. Sabiendo que, una vez más, he vuelto a zambullirme en la
experiencia con un talante de buceadora profesional. Me he enfrentado
de nuevo con el temor de quedarme sin aire en mitad de la inmersión;
de no tener nada que decir, o de tener que decir demasiado; de no
saber cómo hacerlo. Subo a la superficie contenta, y saco la cabeza
del agua. La luz del día se ha esfumado. El mundo ha seguido
funcionando.Y ya es la hora otra vez de cenar, de arañarle unos
minutos más al sueño, de acostarme.
No hay
problema con eso, normalmente. Quizás sólo una efímera melancolía
por todo lo que he dejado de hacer, o todo lo que ha dejado de pasar.
Pero parece que soy una adulta, y lo asimilo: la duración mezquina de la vida
humana supone hacer sacrificios. Van quedándose pequeñas cosas
arrinconadas, ropa por doblar y guardar. Puedo ir pasando sin ello,
porque al acostarme, he hecho lo que tenía que hacer, y encima lo he
disfrutado. Hasta que llega Ese Momento. Quizás sea cuestión
únicamente de un cansancio acumulado, o de un renovado borbotón en
las venas por culpa de la primavera. Quizás me pillen flaqueando
demasiados madrugones, o unas ganas exageradas de abrazar, de
parlotear, de correr, de viajar. Es el momento en que todos aquellos
temores asequibles de la escritura son sustituidos por una duda un
poco más cruda: ¿esto que estoy haciendo, me acerca o me aparta del
mundo? Me abre o me encierra. Me enriquece o me minimiza. Trabajo,
cocino, escribo. Trabajo, cocino, escribo. Trabajo, cocino, y
entonces el collar se rompe, las cuentas saltan, y yo empiezo a
proyectar escapadas a Cádiz. A buscar gente que me enseñe este fin
de semana a montar a caballo o a deslizarme por barrancos y cuevas. A
querer quedar con alguien para tomar un café y charlar.
Pasa
eso. Que hay tantas opciones como arena en una playa, y que las horas son
tan cortas como una pala y un cubito. Y que escribir, al fin y al
cabo, es una pasión muy solitaria. Sólo eso pasa. ¿Estamos? Porque
a lo mejor cualquiera de estos días en blanco de la alternancia me
da por pasar lista.
Guapa, ánimo, ya queda menos para las vacaciones.
ResponderEliminarBesos.
Gracias, michita querida. Cuento las horas que quedan hasta mañana a las tres de la tarde. No es la más razonable de las opciones, pero yo tampoco soy la más ecuánime de las personas.
EliminarExcelente post Silvia, muchas gracias por compartirlo, da gusto visitar tu Blog.
ResponderEliminarTe invito al mio, seguro que te gustará:
http://automotores-de-alta-gama.blogspot.com/
Espero tus comentarios, un gran saludo, Oz.
Nosotros, tus fieles seguidores, nos nutriremos con la frecuencia que sea menester.
ResponderEliminarCuando dejes de disfrutal, descansa.
Besillos abnegados.
El caso es que siempre disfruto, mi queridita. Sólo que a veces echo de menos lo que podría hacer con gente en lugar de estar solica con mis palabras.
EliminarEres una persona adorable, Laura. Besos del mismo calibre.