domingo, 12 de mayo de 2013

Espectrales

 
La niebla es hermosa y mediática. Avanza del mar a la tierra con un sigilo de gato asustado, cuando lo cierto es que sus recursos se parecen más a los de una vedette bajando una escalera que no arranca de ninguna parte. Llega dos días después de un primer anticipo de ese calor extravagante que volverá a sorprendernos unos cuantos días sueltos del próximo verano, cuando al poniente le dé por convertirse en fiebre, y todos aquellos a los que nos pille por medio pensemos que estamos delirando. Hoy, esta mañana en que parece que los colores han desertado, bochornos así sólo resultan creíbles en una historieta de Tintín ambientada en Egipto. Llega la niebla, se cuela por las páginas del libro que estoy leyendo, por entre los dedos de los pies, por los recuerdos. Empapa las teclas del ordenador, y como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, te ofrece el mejor perfil para que la fotografíes. Imposible ignorar a la niebla, dejar de adularla.

Y, claro, no puedo evitar pensar en fantasmas. Un día con niebla súbita parece precisamente eso: una romería atestada de figuras espectrales. Termino de desayunar y me asomo al porche para leer las páginas de rigor que a veces creo que me ayudan a hacer la digestión. Error. La niebla me entra por las fosas nasales y baña mi cerebro. Y de repente ya están todos ahí: toda la gente que desapareció de mi vida. No los muertos, que tampoco son tantos, todavía. De hecho, sólo guardo un icono dentro de mí, una sola persona a la que jamás podré arrimar la menor esperanza de volver a tener delante. Todos los demás siguen vivos, hasta que no se me demuestre lo contrario. Con ellos soy como una madre de la Plaza de Mayo, o como el padre de cuya hija desaparecida nunca se halló una sola pista, el bolso con un ticket de metro usado y un par de pictolines, la rebeca que llevaba atada a la cintura el último día en que fue vista, unas raquíticas gotas de sangre. Muchas veces tengo que imponerme la disciplina de creer que el reloj continúa dictando sus leyes sobre toda la gente que se esfumó.

Una de las amigas del alma que tuve en el instituto tendrá ya al menos dos niños rubios que nunca se pondrán alguno de los pantaloncitos diminutos que, de haber sido las cosas de otra manera, yo podría haberles regalado. No corretearán en torno a nosotras, no se agarrarán a la falda de su madre llorando por un trozo de pan, mientras yo pregunto si todavía conserva aquella caja de cartón en la que atesoraba las cartas de amor a un muchacho que le ayudé a escribir.

Aquel que se calzaba las zapatillas deportivas y trotaba como un corzo por las calles empinadas del pueblo donde yo vivía, quizás pidió una excedencia y se largó a uno de esos países de África cuya capital nunca recuerdas. El que se olvidó en apenas doce horas de quererme a lo mejor se ha vuelto vegetariano, y ha terminado convenciéndose a sí mismo de que la vida ha sido con él, más que perra, indiferente. Como con cualquiera. El primero que me dijo que todo el mundo guarda dentro de sí algún tipo de conocimiento, por ínfimo que parezca, por el que otra persona puede estar dispuesta a ofrecer dinero, no sabe que alguien le ha chivado su nombre a la unidad de policía que dirige una operación contra una red de cultivo de marihuana. Cierta cintura para cuya circunferencia perfecta debió de haberse ideado una fórmula matemática se habrá ya desdibujado. El que parloteaba noches enteras sobre novelistas rusos habrá aprendido hasta la tercera de las sevillanas. Otro quizás se estremezca cuando vea salir a su hija del cuarto de baño con el bulto de una compresa disimulada en la mano. La adorable piel tostada de aquel se habrá agrisado en una cola del paro. La chica con la que me imaginé viajando hasta La India tal vez se encuentre en lista de espera para una operación de reconstrucción mamaria.

Y todo eso habrá pasado en cien realidades paralelas que yo no he supervisado. Todos han seguido despertándose y acostándose, relegando el tiempo que compartimos a unas fotos o a uno de esos recuerdos tenues de sobremesa. Todos continuaron sus vidas ajenas, intactas de mi presencia, igual que yo he continuado la mía. Comen, cagan, se besan, ven la tele, sin darse cuenta de que para mí son fantasmas.

Y yo escribo, pelo dos nísperos, me acaricio la rozadura del primer zapato del año que me ha hecho prescindir de calcetines. Me levanto del cojín, hago unas sentadillas, abomino otra vez de la niebla. Y me veo en la obligación de reconocer que hay gente para la que no estoy ni viva ni muerta.

4 comentarios:

  1. lectoraadicta12 mayo, 2013 16:16

    C'est la vie.

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    1. Pues yo a veces imagino una vie en la que todos los que de alguna forma u otra te tocaron sigan en tu estela.

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  2. Desconsolador, no?.Tantas personas que en su momento fueron tan importantes para nosotros, pasado el tiempo se convierten en simples espectros-de los vivos hablo-
    Si son los muertos, es desolador.


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    1. Los muertos casi siempre están más presentes que aquellos no-vivos del todo.

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