martes, 7 de mayo de 2013

A trancas y barrancas

Un día sí, otro no; un día sí, y al siguiente... Sabe dios. Parece como si me hubiera propuesto lanzar un mensaje en código morse. El hecho de que últimamente esté escribiendo en días alternos no tiene nada que ver con la instauración de un Ritmo Definitivo, sino más bien con una serie de accidentes cerebro-vasculares que me vienen ocurriendo desde que me levanto antes de las seis y media de la mañana. Pasa que a veces llego a la hora de la merienda ya sin fuelle. O que dos días por semana tengo turno de tarde, y en esos casos cuadrar la agenda y no morir en el intento adquiere tintes tan dramáticos como lo propio respecto a las cuentas públicas portuguesas, o griegas, o hispanas.

También puede pasar que me insubordine contra mi propia voluntad. Llega un día en el que necesito respirar atmósferas sólo un poco más exóticas que la de mis propias palabras. La calle o los libros. Una película o la dulce nada. Es una sensación cercana a la claustrofobia. Simplemente, me inquieta que, entre el trabajo pagado, la cocina y la escritura, mis días se vuelvan graníticos y previsibles. Me levanto y hago lo que tengo que hacer. Tengo que ir al trabajo. Estamos. Tengo que alimentarme, y resulta que mi credo me impide hacerlo a base de quesitos Mini Babybel y manzanas. Estamos. Y luego una pulsión que a veces se me antoja parásita me obliga a encender ciegamente el ordenador, y a sacar de mi experiencia o de mi imaginación algo de provecho que pueda ser contado.

De provecho para quién, me cuestiono en los días de rebelión. ¿Es que a alguien más le interesa que yo esté aquí bostezando, resistiendo los exhortos eróticos que me está haciendo el colchón sobre el que estoy sentada? ¿Acaso alguien puede encontrar un refugio, un consuelo, una mínima compañía, en estas dudas que hoy expreso sobre la escritura? ¿Y acaso no es esa una aspiración un poco petulante, quizás? Nadie necesita que yo escriba día tras día tras día. La pregunta del millón es: ¿lo necesito yo?

Lo necesito. De la misma manera que un atleta necesita calzarse las zapatillas a diario. Por mandato de una voluntad imperial. Por una cuestión de prejuicios. Porque, sin saber muy bien cómo, igual que a veces uno no sabe muy bien el proceso exacto por el que ha terminado convirtiéndose en cartero, o visitador médico, o padre, es lo que tengo que hacer. Más tarde, colocado ya el punto y final, es cuando me doy cuenta de que, además, es lo que quería hacer. Bajo entonces la pantalla del portátil con una expresión casi beata. Encendida. Sabiendo que, una vez más, he vuelto a zambullirme en la experiencia con un talante de buceadora profesional. Me he enfrentado de nuevo con el temor de quedarme sin aire en mitad de la inmersión; de no tener nada que decir, o de tener que decir demasiado; de no saber cómo hacerlo. Subo a la superficie contenta, y saco la cabeza del agua. La luz del día se ha esfumado. El mundo ha seguido funcionando.Y ya es la hora otra vez de cenar, de arañarle unos minutos más al sueño, de acostarme.

No hay problema con eso, normalmente. Quizás sólo una efímera melancolía por todo lo que he dejado de hacer, o todo lo que ha dejado de pasar. Pero parece que soy una adulta, y lo asimilo: la duración mezquina de la vida humana supone hacer sacrificios. Van quedándose pequeñas cosas arrinconadas, ropa por doblar y guardar. Puedo ir pasando sin ello, porque al acostarme, he hecho lo que tenía que hacer, y encima lo he disfrutado. Hasta que llega Ese Momento. Quizás sea cuestión únicamente de un cansancio acumulado, o de un renovado borbotón en las venas por culpa de la primavera. Quizás me pillen flaqueando demasiados madrugones, o unas ganas exageradas de abrazar, de parlotear, de correr, de viajar. Es el momento en que todos aquellos temores asequibles de la escritura son sustituidos por una duda un poco más cruda: ¿esto que estoy haciendo, me acerca o me aparta del mundo? Me abre o me encierra. Me enriquece o me minimiza. Trabajo, cocino, escribo. Trabajo, cocino, escribo. Trabajo, cocino, y entonces el collar se rompe, las cuentas saltan, y yo empiezo a proyectar escapadas a Cádiz. A buscar gente que me enseñe este fin de semana a montar a caballo o a deslizarme por barrancos y cuevas. A querer quedar con alguien para tomar un café y charlar.

Pasa eso. Que hay tantas opciones como arena en una playa, y que las horas son tan cortas como una pala y un cubito. Y que escribir, al fin y al cabo, es una pasión muy solitaria. Sólo eso pasa. ¿Estamos? Porque a lo mejor cualquiera de estos días en blanco de la alternancia me da por pasar lista.

5 comentarios:

  1. lectoraadicta07 mayo, 2013 19:10

    Guapa, ánimo, ya queda menos para las vacaciones.
    Besos.

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    1. Gracias, michita querida. Cuento las horas que quedan hasta mañana a las tres de la tarde. No es la más razonable de las opciones, pero yo tampoco soy la más ecuánime de las personas.

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  2. Excelente post Silvia, muchas gracias por compartirlo, da gusto visitar tu Blog.
    Te invito al mio, seguro que te gustará:
    http://automotores-de-alta-gama.blogspot.com/

    Espero tus comentarios, un gran saludo, Oz.

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  3. Nosotros, tus fieles seguidores, nos nutriremos con la frecuencia que sea menester.
    Cuando dejes de disfrutal, descansa.
    Besillos abnegados.

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    1. El caso es que siempre disfruto, mi queridita. Sólo que a veces echo de menos lo que podría hacer con gente en lugar de estar solica con mis palabras.

      Eres una persona adorable, Laura. Besos del mismo calibre.

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