Nos
gusta tanto hacerlo lento. Encendemos una luz hospitalaria, si
todavía no ha amanecido, o guiñamos los ojos, si es que la casa ha
sido tomada por el sol. Cada uno hace lo que sabe. Cada uno se dirige
a su puesto. Y logramos no mirar el reloj. Así es como casi
olvidamos que el tiempo apremia. Es verdad que la radio está siempre
encendida, y que noticias y señales horarias se repiten como un mal
estribillo. Y aunque nos hagamos los despistados, en realidad la
estamos escuchando. Abrimos esa mirilla al mundo raro. A veces nos
indignamos, a veces intercambiamos una mirada de perplejidad; a veces
se nos eriza el vello de los brazos; otras hacemos el gesto de
vomitar. Y, sin embargo, son interacciones tan suaves. Como si en vez
de la actualidad, estuviéramos contemplando un documental muy vívido
de sucesos que pasaron hace mil años.
Porque
nuestro desayuno es un puro presente. No sabemos hacerlo de otra
manera. Sea miércoles o sábado; las nueve o las cinco de la
madrugada. Hace unos años nos tocó hacer unas tempraneras horas
extra. No me acuerdo si era primavera o verano, pero teníamos que
estar en el campo antes de que amaneciera. Seguimos el mismo
protocolo de todas las mañanas, la misma cafetera chirriante, el
mismo olor a tostadas que logra convertir la realidad en una cosa
amable y blanda. Pero faltaban los sonidos cotidianos de unas calles
que despiertan. Y esa combinación de nuestra lentitud y el silencio
de la calle resultó casi sobrenatural. Como si estuviéramos
conspirando contra el ritmo natural de los seres humanos.
Algo
de eso hay todas las mañanas. Nos sentamos a la mesa con los ojos
todavía coloreados de sueños. Con unos pelos de cacatúa que sólo
la intimidad vuelve invisibles. Las ojeras, las señales de la
almohada en las mejillas, tiernas como los moldes en escayola de los
muertos de Pompeya. Esos pijamas tupidos y nefastos a que nos obliga
la traicionera noche granadina. Y el caso es que ni siquiera sobre la
alfombra roja nos veríamos más guapos. Milagros inadvertidos de la
convivencia. Tenemos delante el muestrario de mermeladas, casi tan
bien surtido como el de una vendedora de Avon. También mis erráticos
experimentos con el café. Con canela molida, con canela en rama. Con
leche de coco y arroz. Con clavos. A veces llevo la innovación
todavía más lejos, y me aprieto unos piensos que a mi madre le
harían fruncir el entrecejo. Pero la del desayuno es una ceremonia
fundamentalmente conservadora. Son siempre los mismos alimentos; las
mismas rutinas fosilizadas ya en manías, primero la parte de abajo
de la barra, luego la arrugadita; las mismas frases de saludo y los
mismos suspiros y los mismos estirones de espalda. Así que no sé yo
muy bien dónde está el misterio. Siempre es todo lo mismo, y cada
mañana es nuevo.
Cada
mañana el mismo apetito, y la misma sensación de estar en una mesa
de reyes. A lo mejor es porque acabamos de salir otra vez indemnes
del sueño, que es prácticamente lo mismo que decir de la nada. Es
nuestra pequeña resurrección cotidiana. El día arranca lento,
porque así lo queremos, y nuestras historias personales, como los
uniformes, como la ropa de calle, esperan todavía aparcadas sobre
una silla. Dentro de unos instantes todo se pondrá de nuevo en
marcha. El reloj caerá sobre nosotros como la maza de un juez. Nos
turnaremos en el baño; nos pondremos los disfraces; nos diluiremos
en el tráfico. Pero ahora, tostada en mano, no somos todavía nadie.
Estamos completamente abiertos. Estamos juntos. Hemos sido rescatados
de la posibilidad de no volver a despertarnos. Joder, estamos, un día
más, vivos. Y eso a mí me da mucha hambre.
Y
podría seguir perorando hasta el infinito sobre el desayuno.
Recordar, por ejemplo, la gloria de que alguien todavía no tan
íntimo a nivel espiritual, que no físico, te siente en una silla, y
se sumerja en tu nevera en busca de frutas desparejadas con las que
prepararte una macedonia. O anotar la melancolía de los desayunos en
los polígonos industriales. El café apresurado con que rematamos
una noche que dura más de la cuenta, sobre una barra que huele a
lejía sucia, y junto a un tío que ya no mola tanto. El único
resquicio que encuentra la nostalgia por el propio hogar para colarse
en un viaje. El desconsuelo de no poder meterte en el cuerpo, en
Venecia, en Split, en Lisboa, otra cosa que una tonelada de margarina
en forma de bollería.
Podría,
peeero...Me habían pedido ideas para alegrar un poco el menú
desayunesco, y con la emoción mira dónde estamos. Lo que yo quería,
en realidad, era poner fotos estilizadas a cascoporro, y dar envidia
al mundo con mi glamuroso way of life. Pero como
gastrobloguera tengo tanto futuro como la carrera musical de Jesús
Vázquez. Así que, primo, mejor te llamo. O si la aclamación
popular funciona, mañana perpetro un post que ríete tú del buffet
de un hotel.
Pues ya estás tardando. Hace un rato cotilleé por tu Face y las fotos "comidistas" brillan por su ausencia, con lo que me gustan. Y si de desayunar hablamos...
ResponderEliminarMe he abandonado, sí. Pero ahora mismo te pongo lo de hoy. Un avance: cuscús de mentirijillas de coliflor y lomos de merluza con salsa de mangos.
EliminarPienso casarme con un gran terrateniente de frutas tropicales.
Así empieza también mi dia, con esa comunión primera e inaplazable.
ResponderEliminarY cómo es que los cuerpos humanos son tan variables. Cómo algunas personas no pueden ver una miga a primera hora de la mañana, y otros derribaríamos mamuts.
EliminarHija mia que bonico lo dices, ¿Será pasion de madre?.
ResponderEliminarEspero que no, mujer.
EliminarClamor popular please! Gastroblogismo ya!
ResponderEliminarHay un problema, primo: o escritura o gastrobloguismo. O las dos cosas, de manera cutre y apresurada. Y yo no soy asín.
EliminarAy amor, me has dado ganas de darle otro argumento a mis desayunos que son tan sosos cada mañana...
ResponderEliminarHas despertado el recuerdo del olor de las tostadas recién hechas y las naranhas exprimidas...
Creo, intuyo, que debes de ser una gran cocinera.
Un besito!
Pero cómo, F., tan soso y deshumanizado es tu desayuno que no hay tostadas recién hechas. Vas a cobrar.
EliminarMmmm, creo, intuyo, que lo soy. Eso, o me hacen muchos aspavientos interesados.
Otro para ti, guapis.