jueves, 27 de septiembre de 2012

Martirio


Ojalá me hubiera partido un pie, Jorge. En serio te lo digo. Bueno, por lo menos un esguince. ¿Y sabes qué es lo que hubiera hecho? Nada. Nada en absoluto. Como mucho, poner gestitos de dolor cuando me mirases, y forzar inmediatamente una sonrisa, como si me hubieras pillado en un renuncio en medio de mi estoicismo. Cojear de tal modo que te dieses cuenta de que estaba disimulando, cada vez que te decía que no era para tanto. Quitarle importancia, cuando te agachases para comprobar que lo tenía muy hinchado, con un “sólo es el golpe, hombre. ¿Se acabó el Thrombocid?, artificialmente despreocupado. Y mirarte con retintín, en caso de que tuvieras la cara de insinuar que me ibas a llevar a urgencias. ¿Te imaginas? Al cabo de unos meses el pie me seguiría molestando, cada vez que bajara un bordillo o que el tiempo fuera a cambiar, y a lo mejor hasta se me quedaba un poco deforme. Créeme, ya encontraría la manera de hacértelo notar. Yo me iba a joder, desde luego, pero tú también. Eso, y el remordimiento que sé que en el fondo de tu corazón sentirías, aunque no supieses explicarte bien por qué, me compensaría los dolores y las posturas de Pilates que nunca más podría volver a hacer.

No, no exagero, tío.

(Por cierto, ¿te das cuenta de lo humillante que es tener que imaginar lo que responderías, si pudiera decirte de viva voz lo que acabas de leer? ¿Si no me dieses la espalda en la cama, si no te fueras a por el pan, si no encendieras la tele, cada vez que sale este tema? ¿No te parece grotesco que te tenga que dejar una nota? Como cuando éramos novios, pero en cutre y en enfermizo y en feo)

No exagero, porque sería lo mismo, exactamente lo mismo que lo que tú me estás haciendo pasar. Hasta tú te darías cuenta de ello, cada vez que me pillases sobándome el tobillo, igual que tú te sobas y te palpas el costado, cuando crees que no te miro. De ahí los remordimientos. Te dolería infinito mi pie hinchado. ¿A que sí? Y estarías a punto de cabrearte conmigo, mil veces al día, por no querer ir a que me lo mirasen. Y terminaría repateándote mi cojeo. “Coño, Pilar”, te morderías la lengua para no decirme, “si te duele, vete al médico. Y si no, no te quejes”. Dios, si escuchara yo eso de tu boca. Porque yo no iba a quejarme. Tampoco tú lo haces. A ti te basta con toquetearte, y buscar a hurtadillas síntomas en Internet, y hacerte el sufrido, y elucubrar sin venir a cuento. Que si serán gases, que si una contracturilla de cuando te obligué a cargar el sofá de casa de mi madre, que si la vesícula, que también a tu abuelo le daba mucho por saco. Pero sé que no me ibas a dar el gusto de pedirme por favor que fuera al médico. Cómo, con la de veces que te lo he pedido yo a ti y no me has hecho caso. De esta manera te convertirías en cómplice de cuando me quedé coja de por vida.

Porque a ver, respóndete a ti mismo, ya que conmigo no quieres hablar. ¿Cuál es la razón para que un hombre adulto y cabal, al que le lleva doliendo desde hace cuatro meses la misma parte del cuerpo, no acceda a ir al médico? ¿Tanto miedo tienes? ¿Es que el Dr. Moreno te hizo cositas de pequeño? No sé, a lo mejor te encanta ir de mártir. Pero dime ¿hasta cuándo vas a darte de plazo a ver si se te pasa? ¿Hasta que amanezcas amarillo como tu puto canario? ¿Hasta que mees sangre? ¿Hasta que tenga que tirarte todos los pantalones porque ya no queda espacio para hacerle más agujeros a la correa?

Joder, Jorge, joder. Yo también tengo miedo. No debería decírtelo, pero lo tengo. A veces pienso que eres tú el que tiene razón, que seguro que no es nada de lo que haya que preocuparse. Que no debería trasladarte mis neuras. Pero ¿sabes una cosa? Te casaste conmigo y tienes una responsabilidad. No sólo tenemos que cuidar el uno del otro. También tienes que cuidar de ti mismo. Porque una parte de tu cuerpo, pongamos que un 35%, me pertenece. A mí me duele cuando te das en el codo con la puerta, cuando te pica todo el cuerpo de la alergia, cuando te resfrías. A mí me duele ese 35%. Y me pone enferma y te mataría, y casi me gustaría gritarte que ojalá sólo te queden otros cuatro meses de vida, y me indigna que nos tengas tan poco respeto. A tu salud. A mi dolor. Porque es como si yo sola me acordarse de cuando imaginamos cómo será nuestra vida de viejecitos. Como si te hubieras olvidado de los planes que hicimos, aquella noche memorable en Roma, para celebrar nuestras bodas de oro. La misma habitación 157 con vistas a Piazza Nabona, el crucero más cutre que encontremos, tus camisas hawaianas, mis pareos y mi cardado color violín, y un montón de margaritas mezclados con las pastillas para la tensión. Yo me acuerdo. Lo sigo queriendo. Era una de las cláusulas de nuestro contrato.

Así que, cuando termines de leer esto, por favor, pide cita por teléfono, y vete a que un médico mire ese 35% mío de tu páncreas o de tu hígado. Porque si le pasase algo, a mí se me moriría como un 85% del alma. Fíjate que cuentas más raras tiene la economía doméstica.


3 comentarios:

  1. Hola pequeña Silvia. A que no sabes quien soy?. Un Ciber-abrazo.

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  2. Anónimo entre comillas28 septiembre, 2012 22:34

    ¿Quién no ha sufrido esa lucha si ha vivido -o vive- con alguien durante mucho tiempo?
    Cuántas maneras de hacernos daño tiene el amor, aún sin proponérselo...

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  3. Eeh, Anónimo, no serás un tal J.C.G.F. nacido en Morón, verdad?

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