domingo, 9 de septiembre de 2012

Di que sí

Leí hace un tiempo en no sé qué blog el siguiente consejo: comprométete cada día a hacer algo ligeramente incómodo. Esa llamada de teléfono que siempre pospones, limpiar las esquinas verdes y peludas del cubo de la basura, el relato para cuya escritura sabes inventar miles de pegas. Yo, que me paso la vida buscando ejercicios para entrenar mi voluntad, porque tiendo patológicamente a la holgazanería, apunté esa frase en uno de mis cientos de cuadernos. Esta mañana, por ejemplo, lo cómodo hubiera sido seguir retozando entre las sábanas, antes de rendirme a la evidencia de que, otra vez a las siete y media, no iba a poder dormirme de nuevo. Pero entonces entró Jose en mi habitación, y me propuso bajar a la playa. Por las rendijas de la persiana no entraba más que un simulacro de luz y, como todos los días, mi estómago pedía comida como si me hubiera pasado la noche encofrando el Empire State. Qué demonios, pensé, con esa lucidez que da liberarse de cerca de un litro de peso líquido, si empiezo la mañana subiendo el puerto de montaña, entonces el resto del día será un agradable dejarse ir cuesta abajo. 
 
Así que antes de las ocho, con un par de higos blancos apretados en la mano izquierda, y una cuerda atada al cuello de una perra desbocada en la derecha, el amanecer me encuentra camino de la playa. Esos dos lamentables ejemplos de ser humano sometido al dictado de una mascota somos Jose y yo, arrastrados cual walkirias en cabalgata. Cuando tocamos por fin arena, y conseguimos que ese par de demonios cuadrúpedos nos dejen sueltos, mi ración de incomodidad diaria hace ya tiempo que se ha visto colmada. Miro entonces el mar, y se me pone la misma cara que si me hubiera fumado toda la marihuana de Jamaica. Cuesta acostumbrarse al espectáculo de ver las cosas cotidianas bajo un tipo de luz totalmente distinta. Hace una hora era de noche. Dentro de una hora será de día. Y ahora ¿qué nombre tiene este trozo de vida? 
 
En las cinco autocaravanas que hay aparcadas junto a las cañas no se observa todavía ninguna señal de actividad. Si me quedase un rato mirándolas fijamente, casi podría verlas subir y bajar sutilmente, al compás de la respiración dormida de sus ocupantes. Y, sin embargo, ya hay unos cuantos pescadores en la orilla. Qué misterio de gente. Se levantan sin despertador de la cama, cuando ni siquiera la policía local ha hecho la ronda de cierre por los pubes. Una noche más vuelven a hacer como que no se enteran de que sus mujeres se hacen las dormidas. Meten sus trastos en los coches, absortos, como si fueran a matar al Presidente del Gobierno y, absortos, se quedan petrificados delante del mar hasta que los primeros pelmazos del día vienen a arrancarlos con sombrillas y toallas de su estado de hipnosis. ¿Desean realmente que algún pez pique? ¿No parecen por completo despojados de expectativas? Ahí están, parados, como notarios de la salida del sol.

Eso, el sol, que aquí sale por el mar, y se mete por la montaña. Primero es una ceja roja. Luego un cuenco de cereales puesto boca abajo. Luego una joroba. Y, entonces, antes de que pueda encontrar la siguiente comparación, ya está redondo del todo, sentado en su trono fisgón. Con frecuencia me pregunto cómo es posible que a lo largo de nuestras vidas consigamos olvidar el impacto de tantas primeras veces: la primera vez que vimos caer agua del cielo. La primera vez que estornudamos. El primer paso. La primera palabra. El acto de ver salir el sol recupera parte del sabor de esas primeras veces. Todo es pregunta y pasmo. Cómo va el Universo tan deprisa. Cómo sucede tan callando. Cómo no nos caemos por el camino. Cómo a pesar de ello, podemos llegar a sentirnos estancados. Pero el pasmo pasa rápido, tanto como la franja de agua que hay bajo el sol va cambiando de tono, ahora coral, ahora naranja, ahora ámbar, ahora amarillo limón, ahora completamente blanca. Dan ganas de sacar una bandera del mismo color. Un poco más despacio, por favor, para que pueda vivir más intensamente, un poco más despacio.

Un par de horas después – y entre medias, la alegría salvaje con la que la perra Bola se zambulle en ese edén particular suyo que es la desembocadura del río Castor, y la aprensión de la perra Zara, que recula como un cangrejo al mínimo roce del agua, y la llegada de mi padre a la playa, y la vuelta a casa y el desayuno – volvemos a estar junto a la orilla. Y ahora, un paso más allá, y otro, y otro, y ya nos llega el agua a las corvas, a la cintura, a los pezones. Porque hoy es el día del sí, y esta es la forma en que Jose ha decidido pronunciarlo. Podría haber optado por quedarse tranquilamente bajo la sombrilla, libro en mano, mirando mientras yo entraba y salía del agua. Pero hoy se ha cansado de ser Zara, y de tener un miedo mucho más antiguo que nuestra relación. De repente ha descubierto que el mar, espantosamente grande y raro, también sostiene y abraza. Que es divertido y sexy y estimulante. Al final, he salido yo primera y me he quedado mirándolo, feliz con el agua al cuello, como uno de esos macacos que se dan baños termales en Japón.

Y ahora que me he plegado a la incomodidad de escribir este post durante la siesta, ahora que él conoce ya el ritual incómodo de enjuagar el bañador después de llegar de la playa, fortalecidos, vivificados después de tanto sí, tenemos toda la tarde por delante. Como si esta vez le tocase al sol decir que sí y pararse.


5 comentarios:

  1. Envidio poder ver las cosas como tú las ves al contarlas, aunque leyéndote participo de esa bonita ilusión.

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  2. La monitora de pilates decía mientras nos daba la paliza/clase:"que bueno,que bueno".Pues eso mismo digo mientras te leo.

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  3. Yo tambien me apunto ese consejo.Besico.

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  4. Yo que soy de secano y que tanto echo de menos el mar, me lo traes muy cerquita en los posts tan bonitos en que lo describes...ay!
    Laura

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  5. Anónimo entre comillas13 septiembre, 2012 19:35

    Leyendo este post no he podido dejar de pensar que a mi hermana le encantaba ver salir el sol desde una playa. Yo, que tan poco tiempo paso al lado del mar, no lo he visto nunca. Ponerse sí. El otro día -por primera vez- me asombró cómo aparecía la luna, espectacularmente, como un sol.

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