domingo, 16 de septiembre de 2012

Milagro


Podríamos haber sido nosotros. Esa zapatilla de franjas rojas que, puesta ahí, dice tanto como las montañas de pelo humano en Auschwitz, podrías haberla comprado tú. Alguien me dijo una vez que siempre que se ve un zapato desparejado junto a la carretera es que ha habido un accidente con muertos. Entonces me pareció una idea supersticiosa, y es posible que me lo siga pareciendo. Pero, fíjate, si nos dejaran alzar una punta de la manta térmica que cubre a ese bulto cruzado sobre la mediana, encontraríamos la pareja de la zapatilla. Y, además, ¿qué historia rocambolesca ha de producirse para que una persona pierda una zapato en un sitio semejante, y luego siga su camino? La manta arrugada como el envoltorio de un caramelo antiguo, que parece protegernos más a nosotros que al muerto. El esfuerzo del guardia civil para componer un gesto impasible y profesional. Su compañero que apunta quién sabe qué números implacables en una libretita sin tapas, quizás conteniendo las ganas de vomitar. Y el bombero para el que esta intervención, como le han enseñado a llamarla en la academia, es su primera vez, al que le tiembla la radial en las manos. Las caras de curiosidad y espanto de la gente que hasta hace un momento se aburría en la playa, y que ahora se tapa la boca. Todo este nudo de sangre, trabajos y emociones básicas podríamos estar protagonizándolo nosotros. Sin que entonces pudiera hablarse ya de un “nosotros”. Quién iba a decirnos, mientras negociábamos la comida de mañana, o buscábamos una emisora para escuchar las noticias de las seis de la tarde, o mirábamos el mar sonriente con el primer ataque de auténtica nostalgia, que la caja de ese camión de ahí enfrente iba a saltar la mediana y a machacarnos.

Podría estar pasándome a mí. El ring del teléfono podría haberme pillado por fin con las defensas bajas. De una vez por todas, podría haberme enterado de que ese número desconocido, que no dejaba de aparecer en la pantalla de mi móvil, no era el de cualquier fastidiosa compañía de telecomunicaciones, sino de la clínica ginecológica a la que confié unas cuantas de mis células. Ahora mismo podría estar mirando sin ver la manera en que el cristal de esa ventana se iba convirtiendo en una lámina de acetato dorado. Podría estar pareciéndome todo tan cruelmente hermoso que sólo sabría cubrirme la cabeza con una almohada que seguiría oliendo a lavandería. Podría estar, más que asustada, indignada. Podría estar buscando en mi cuerpo rastros de un dolor diferente al de la operación de hace tres días, pistas que llevase pasando por alto desde hace meses, una evidencia de que, por debajo de mi bienestar indiscutible, la muerte estaba a punto de firmar su trabajo. Podrían haberme expresado ya sus condolencias, su sensación de impotencia, tres o cuatro buenos médicos que, al salir del hospital, no querrían recordar mi nombre o mi cara.

Podríamos haber sido nosotros, que tanto tiempo pasamos en el monte. Podríamos haber llevado ignorando un par de horas ese olor a quemado que tan bien conocemos. Habríamos seguido andando, andando, abriendo la boca cada vez que la sombra de un buitre nos oscureciese la cara, enamorados del brillo de los lentiscos y de la tropicalidad de los palmitos, queriendo a cada paso desviarnos de la senda y bañarnos desnudos en el río. Hasta que ya no pudiéramos seguir ignorando el olor, ni confundiendo voluntariamente ese telón de humo amarillo con una repentina niebla. Hasta que de repente estuviéramos en el menú de una lengua de fuego de quinientos metros de ancho, a punto de ser devorados. Ciegos ya, casi desmayados, incapaces de encontrar ni un sólo metro cuadrado limpio de vegetación en el que refugiarnos.

Podríamos morir de mil muertes cada día. Al volver de tomarnos una cerveza, podrían abordarnos un par de chavales para robarnos los i-phone que no tenemos. Podríamos recibir una paliza como pago por su frustración y su aburrimiento. Podrían grabarte mientras te pateaban la cabeza, y colgar después el vídeo en Youtube. Podríamos ponernos en el camino de una bala disparada por cualquier cazador de doscientos kilos de peso y ninguna experiencia. Podría arrastrarte un brazo de marea en la Playa de los Lances, y yo podría no ser capaz de practicar en el mar los movimientos aprendidos en la piscina. Podrían ponerse a copular las placas tectónicas, podría salir a recibirnos el Terremoto a nuestra llegada a Granada.

O, de manera mucho más anodina y definitiva, podríamos no habernos encontrado nunca. No haber contestado al teléfono cuando nos llamaron para ir al cine. No habernos caído bien. No haberte tú atrevido a pedirle mi número a nuestro amigo común, ni a llamarme con la excusa que llevabas preparando una semana. Yo podría haberme ido a vivir a Lisboa un par de años antes. Podrías haberme pillado en medio de uno de mis enamoramientos estériles. Podría, por qué no, tener un novio. Podría haberme largado ya de Granada, podría no haber llegado nunca a Granada, no haber conseguido esa plaza en el concurso de traslado, no haber aprobado jamás la oposición. Podría ser profesora de biología en Aracena, o hacer análisis sin cuento en una depuradora de Aragón. Nuestros padres podrían haber concebido dos seres completamente distintos, o decidido usar condón aquel día, podrían haberse puesto a ver la tele, podrían no haberse conocido nunca. Ni nuestros abuelos, o sus padres,o sus abuelos. Cualquier mínimo tropezón en nuestros linajes podría haber dado al traste con nuestras posibilidades ridículas de existencia.

Y esta siesta que echamos abrazados hace un rato, como cachorros de una misma camada. Este despertar confundido. Esta merienda en familia protocolaria y un poco tirante. Estos restos del bizcocho que hicimos mi madre y yo hace unos días. Estas horas que no sabemos retener entre las manos. Esta sensación repentina y fugaz de no saber a veces cómo hacer bien las cosas. La intuición de que nunca recordaremos la luz brillante de esta tarde, los diálogos que no pasarán a la historia, nuestras sonrisas cada vez que nos cruzamos por la casa. Todo esto podría no haber sucedido nunca. Y, a pesar de nuestro escaso margen de control, seguimos viviendo, y podemos hacerlo juntos. Se merecen un respeto, todos nuestros tiempos muertos.


4 comentarios:

  1. Bonito es poco...
    Laura

    ResponderEliminar
  2. Un puro cúmulo de casualidades,eso somos.

    ResponderEliminar
  3. Qué precioso, Silvia, me ha encantado. El amor es lo único que desafía de verdad a la muerte. Mucha envidia para las solteras como yo, snif.

    Un besote.

    ResponderEliminar
  4. Queridísimas, gracias.

    Marina, a mí no me llegó hasta los 30. Estaba ya verde de envidia y amor desaprovechado. O sea, que te quedan todavía muchas casualidades antes de ser devorada por los perros.
    (Y, por cierto, acabo de leer tu último post, que es como una precuela del que acabo de escribir hace un rato. Jiji)

    ResponderEliminar