Ojalá me hubiera partido un pie, Jorge.
En serio te lo digo. Bueno, por lo menos un esguince. ¿Y sabes qué
es lo que hubiera hecho? Nada. Nada en absoluto. Como mucho, poner
gestitos de dolor cuando me mirases, y forzar inmediatamente una
sonrisa, como si me hubieras pillado en un renuncio en medio de mi
estoicismo. Cojear de tal modo que te dieses cuenta de que estaba
disimulando, cada vez que te decía que no era para tanto. Quitarle
importancia, cuando te agachases para comprobar que lo tenía muy
hinchado, con un “sólo es el golpe, hombre. ¿Se acabó el
Thrombocid?, artificialmente despreocupado. Y mirarte con
retintín, en caso de que tuvieras la cara de insinuar que me ibas a
llevar a urgencias. ¿Te imaginas? Al cabo de unos meses el pie me
seguiría molestando, cada vez que bajara un bordillo o que el tiempo
fuera a cambiar, y a lo mejor hasta se me quedaba un poco deforme.
Créeme, ya encontraría la manera de hacértelo notar. Yo me iba a
joder, desde luego, pero tú también. Eso, y el remordimiento que sé
que en el fondo de tu corazón sentirías, aunque no supieses
explicarte bien por qué, me compensaría los dolores y las posturas
de Pilates que nunca más podría volver a hacer.
No, no exagero, tío.
(Por cierto, ¿te das cuenta de lo
humillante que es tener que imaginar lo que responderías, si pudiera
decirte de viva voz lo que acabas de leer? ¿Si no me dieses la
espalda en la cama, si no te fueras a por el pan, si no encendieras
la tele, cada vez que sale este tema? ¿No te parece grotesco que te
tenga que dejar una nota? Como cuando éramos novios, pero en cutre y
en enfermizo y en feo)
No exagero, porque sería lo mismo,
exactamente lo mismo que lo que tú me estás haciendo pasar. Hasta
tú te darías cuenta de ello, cada vez que me pillases sobándome el
tobillo, igual que tú te sobas y te palpas el costado, cuando crees
que no te miro. De ahí los remordimientos. Te dolería infinito mi
pie hinchado. ¿A que sí? Y estarías a punto de cabrearte conmigo,
mil veces al día, por no querer ir a que me lo mirasen. Y terminaría
repateándote mi cojeo. “Coño, Pilar”, te morderías la lengua
para no decirme, “si te duele, vete al médico. Y si no, no te
quejes”. Dios, si escuchara yo eso de tu boca. Porque yo no iba a
quejarme. Tampoco tú lo haces. A ti te basta con toquetearte, y
buscar a hurtadillas síntomas en Internet, y hacerte el sufrido, y
elucubrar sin venir a cuento. Que si serán gases, que si una
contracturilla de cuando te obligué a cargar el sofá de casa de mi
madre, que si la vesícula, que también a tu abuelo le daba mucho
por saco. Pero sé que no me ibas a dar el gusto de pedirme por favor
que fuera al médico. Cómo, con la de veces que te lo he pedido yo a
ti y no me has hecho caso. De esta manera te convertirías en
cómplice de cuando me quedé coja de por vida.
Porque a ver, respóndete a ti mismo, ya
que conmigo no quieres hablar. ¿Cuál es la razón para que un
hombre adulto y cabal, al que le lleva doliendo desde hace cuatro
meses la misma parte del cuerpo, no acceda a ir al médico? ¿Tanto
miedo tienes? ¿Es que el Dr. Moreno te hizo cositas de pequeño? No
sé, a lo mejor te encanta ir de mártir. Pero dime ¿hasta cuándo
vas a darte de plazo a ver si se te pasa? ¿Hasta que amanezcas
amarillo como tu puto canario? ¿Hasta que mees sangre? ¿Hasta que
tenga que tirarte todos los pantalones porque ya no queda espacio
para hacerle más agujeros a la correa?
Joder, Jorge, joder. Yo también tengo
miedo. No debería decírtelo, pero lo tengo. A veces pienso que eres
tú el que tiene razón, que seguro que no es nada de lo que haya que
preocuparse. Que no debería trasladarte mis neuras. Pero ¿sabes una
cosa? Te casaste conmigo y tienes una responsabilidad. No sólo
tenemos que cuidar el uno del otro. También tienes que cuidar de ti
mismo. Porque una parte de tu cuerpo, pongamos que un 35%, me
pertenece. A mí me duele cuando te das en el codo con la puerta,
cuando te pica todo el cuerpo de la alergia, cuando te resfrías. A
mí me duele ese 35%. Y me pone enferma y te mataría, y casi me
gustaría gritarte que ojalá sólo te queden otros cuatro meses de
vida, y me indigna que nos tengas tan poco respeto. A tu salud. A mi
dolor. Porque es como si yo sola me acordarse de cuando imaginamos
cómo será nuestra vida de viejecitos. Como si te hubieras olvidado
de los planes que hicimos, aquella noche memorable en Roma, para
celebrar nuestras bodas de oro. La misma habitación 157 con vistas a
Piazza Nabona, el crucero más cutre que encontremos, tus camisas
hawaianas, mis pareos y mi cardado color violín, y un montón de
margaritas mezclados con las pastillas para la tensión. Yo me
acuerdo. Lo sigo queriendo. Era una de las cláusulas de nuestro
contrato.
Así que, cuando termines de leer esto,
por favor, pide cita por teléfono, y vete a que un médico mire ese
35% mío de tu páncreas o de tu hígado. Porque si le pasase algo, a
mí se me moriría como un 85% del alma. Fíjate que cuentas más
raras tiene la economía doméstica.
Hola pequeña Silvia. A que no sabes quien soy?. Un Ciber-abrazo.
ResponderEliminar¿Quién no ha sufrido esa lucha si ha vivido -o vive- con alguien durante mucho tiempo?
ResponderEliminarCuántas maneras de hacernos daño tiene el amor, aún sin proponérselo...
Eeh, Anónimo, no serás un tal J.C.G.F. nacido en Morón, verdad?
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