Los dos en el balcón, Jose en
calzoncillos, yo en mi pijama pornoinocente, merendando magdalenas y
un viento inequívocamente post-veraniego. Y es tan sabroso, tan
nutritivo este viento, que es una lástima que lo desperdiciemos
quedándonos aquí, en esta casa que, vista desde fuera, debe de
tener la luz naranja y la temperatura de las verduras que se asan en
un horno. Así que, cinco minutos después, decentes y presentables,
estamos sentados en un banco de madera del Paseo del Salón,
dispuestos a darnos un atracón de septiembre. A devorarlo ahora que
está turgente y maduro. Yo me he pasado la siesta escribiendo entre
sueños la primera frase de una estampa playera que tengo en mente
desde la semana pasada. Pero, en este banco de listones que se me
clavan ahora en los muslos, de la misma manera que todo lo anticuado
se clava en la nostalgia, ignorar los sonidos que hacen sólida a
esta tarde me parece una traición.
La campana de la iglesia de los
Escolapios, sonando siete veces discretas. El raspado de las patas de
un perro sobre la arena del Paseo. El canturreo inevitable de los
plátanos. Pasos de sandalias. Una moto más vieja que yo, que eructa
un diésel mal digerido, haciendo y deshaciendo el bulevar. Ticlín,
ticlín, el timbre de una bicicleta de niño muy pequeño, un eco
devuelto de tiempos en los que no había videojuegos ni varitas de
merluza mojadas en litros de ketchup. Un autobús que, a mí no me
engaña, lleva dentro de sí toda la melancolía de las madrugadas,
porque va vacío, tiene que ir vacío en esta tarde de domingo en la
que el cuerpo se echa a pasear por mandato de alguna ley natural. El
chirriar de gaviotas de los columpios que quedan a mi espalda. Un
niño que grita como en un colegio interno de película de terror.
Jose que silba y repite “qué buena idea, pequeña”. Ruedas de
cochecitos. Una avioneta que esta vez no es de incendios. Y, por
debajo de todo, el ruido de un tráfico que pretende despertar a la
ciudad de esta duermevela elevada al cuadrado, el sopor cálido del
domingo junto al sopor sedoso de esta época del año, en la que
estamos ya todos aquí, de nuevo a bordo de las calles y las plazas,
y estamos todos parados, esperando a que el barco de la vuelta a las
clases o al trabajo se eche a zarpar.
Aunque, en realidad, los únicos que
estamos parados somos Jose y yo. Hace un momento, un par de bancos
más allá, había dos nucas jóvenes bañadas en luz tostada, y dos
manos distintas regalando carantoñas en cada una de ellas, una
escena tan dulce e inaccesible como Torremolinos al fondo, muy al
fondo de esas camaritas de juguete de cuando éramos niños. Había
un señor con pantalones cortos y unas de esas zapatillas sumergibles
que, con suerte, no han visto más agua que la de la lavadora,
sentado al lado de un perro con un parche negro en el ojo, y costaba
decidir a cuál de los dos se le estaba haciendo más pesada la
jubilación. Ahora, en cambio, todo el mundo vuelve a andar. Todas
las razas de perros. Los corredores ensimismados. Las familias de
cuatro paseando a fila india. Las señoras muy arregladas para ir a
misa. Viejos con las manos juntas en la espalda, a cada paso una
victoria pírrica sobre la artitris. Padres primerizos, abuelos
cogidos de la mano, por una vez desde hace cuarenta años absueltos
de la obligación de cuidar a alguien. La elegancia de una chica con
un pañuelo azul en la cabeza y toda la piel cubierta, salvo la de
las manos, contemplada con arrobo por una amiga con mangas a la sisa.
Una madre y su hija adolescente, cada una mirando a un lado de la
calle, la mayor con los hombros encorvados hacia adelante, la menor
con los omóplatos queriéndose tocar. Un niño con auriculares,
gritándole a su padre que el Granada sólo pierde de uno con el Real
Madrid. Señores con pantalones muy subidos, con pinta de haber
engullido hoy cuatro o cinco periódicos y una sopa de fideos
clarita. Parejas maduras que se pasan el teléfono móvil para hablar
con el hijo recién aterrizado en Barajas. Gente con ropa de verano y
la carne de gallina.
Como yo. Después de dos horas mirando,
escribiendo así, como quien come pipas, y con la arquitectura
íntegra del banco grabada en las carnes, me doy cuenta de que
también el vientecito fresco que te levanta el castigo del verano
puede resultar indigesto. Ha llegado el momento de cogerse del brazo
de quien está a mi lado y de dar gracias. A su sistema
termorregulador, mucho más eficaz que el mío. A este rodar de
estaciones que a veces es inclemente, y a veces te concede la ilusión
de que todo está a punto de comenzar. Al hecho de poder volver a una
casa desde la que se ven los colores del cielo, y a la que sólo le
falta hablar. Gracias a las personas que han pasado sin estridencias
por mi lado. Porque también es bueno salir de esa guarida donde los
superficies y los objetos nos reconocen y alimentan nuestra vocación
de comodidad. Y es bueno salir de vez en cuando de una mente
deformada a costa de perseguir historias. Amansar a la vocecita
enredadora que va diciendo “esos dos hace dos meses que nada, de
nada”, “a esa le mola su amiga”, “a esa le falta algo, y sale
a la calle a ver si andando es capaz de dar forma en su cabeza a lo
que le falta”. Registrar el paso de una tarde, sin narrarla, por
una vez sin ahondar en motivos psicológicos ni desmenuzar detalles.
Esta tarde me tocó respetar esa intimidad sellada de la gente que se
para o que pasa, de la que siempre me quiero apropiar. Ya vendrán
otros días para los cuentos.
Me gusta esa escena de las nucas jovenes con Torremolinos al fondo. Si me la cambias por Torre del Mar la firmo.
ResponderEliminar
ResponderEliminarGracias a tí por saber describir lo que ves,de la forma en que lo haces.
Me ha encantado. ¡Dale a la observación contemplativa!
ResponderEliminarLectoraDesconocidaAnónima (: