Ya he dicho en alguna ocasión que,
aunque no lo parezca, aunque me regañe a mí misma por mi infinita
pereza, en realidad estoy escribiendo a todas horas. Miro lo que se me planta delante calibrando su potencial
como materia prima; rebusco bajo las piedras lo que quiere ser
escrito; me paso el tiempo traduciendo mentalmente mi experiencia al
idioma de la lectura.
Pero a veces mi trabajo me obliga a
levantarme a horas altamente nocivas, y entonces tengo que movilizar
todos mis recursos vitales en la tarea de la
supervivencia. Hoy ha sido un día de esos. A las cinco de la
madrugada ya estaba cortando rodajas de tomate para mi tostada. A las
once me hubiera metido entre pechitos y espalda un plato de berza
gitana. A la una andaba abriendo los ojos de forma desmesurada, como
si quisiera disimular una cogorza con dignidad imaginaria. A las dos
me sorprendía gratamente de no estar ya muerta.
Y durante toda esa mole de horas que se
daban paso unas a otras como si fueran matrioskas, no podía gastar
energía mental en otra cosa que no fuera estar, simplemente. Miraba y poco más.
Me limitaba a ser un ser vivo. Dejé de ser la intermediaria entre lo
que percibo y mi lector potencial. Cuando veía un árbol, ya no
pensaba inmediatamente “árbol”, ni intentaba pegarle algún
adjetivo simpático, ni revolvía en mi sesera en busca de relaciones
con algún recuerdo de las que pudiera extraer una viñeta. Aunque
suene un poco new age, yo era ese árbol, y no había
necesidad de nombrarlo o narrarlo. No me separaba de las cosas, y lo
que estas me iban diciendo ya no resultaba tan confuso como para que
mi mente tuviera que convertirlo en un párrafo.
Vamos, que iba puesta de sueño hasta las
cejas, y eso distorsionaba mi modo habitual de pensar. Tanto, que ya
ni siquiera pensaba. No me hacía falta. Era consciente sin más. Y
como si estuviera verdaderamente borracha, todo me parecía digno y
expresivo en sí mismo. ¿Sabes cuando tu nivel de alcoholemia no ha
alcanzado aún una categoría tóxica, y todo lo que estás
escuchando o diciendo te parece la pera? Era más o menos eso.
Así fue como vi un avión de la British
Airways que nos adelantaba como un quinqui por la derecha y, con
un ronroneo casi imperceptible, abandonaba regiamente el suelo. Vi
una gran mancha negra en un trigal que se deshizo de pronto en un
rebaño de cabras: un truco de puntillismo precioso. Vi un viejo
que trenzaba tallos de esparto de pie y a pleno sol, tan concentrado
como si rezara el rosario o se estuviera comunicando con marcianos.
Vi cómo una araña se descolgaba delante de mi nariz mientras yo
sorbía un albaricoque, y cómo se izaba por su hilo, muy ofendida,
después de que me lo hube comido. Vi un montón de pares de orejas
asomando como niños mal escondidos por las conejeras. Olí
intensamente el pan de Tarifa en los campos de cereal. Vi una pata
con ocho patitos en una charca que siempre había creído un
estercolero. Vi un jornalero con una gran cesta a la espalda que
encestaba alcachofas con una elegancia de NBA. Vi otro amanecer lejos
de la ciudad.
Vi todo eso, y sin que tuviera que
escribirlo mentalmente ni apoderármelo, es lo que fui. Y ahora
que parece que mis dedos están escribiéndolo, en realidad vuelvo a
serlo.
Aunque lo escribas con sueño, como titulas la etiqueta ,consigues que veamos lo que tú ves. Lo disfrutamos.
ResponderEliminar¡Viva el sueño iluminador!
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