miércoles, 11 de junio de 2014

En un día de cuarenta horas

 
Ya he dicho en alguna ocasión que, aunque no lo parezca, aunque me regañe a mí misma por mi infinita pereza, en realidad estoy escribiendo a todas horas. Miro lo que se me planta delante calibrando su potencial como materia prima; rebusco bajo las piedras lo que quiere ser escrito; me paso el tiempo traduciendo mentalmente mi experiencia al idioma de la lectura.

Pero a veces mi trabajo me obliga a levantarme a horas altamente nocivas, y entonces tengo que movilizar todos mis recursos vitales en la tarea de la supervivencia. Hoy ha sido un día de esos. A las cinco de la madrugada ya estaba cortando rodajas de tomate para mi tostada. A las once me hubiera metido entre pechitos y espalda un plato de berza gitana. A la una andaba abriendo los ojos de forma desmesurada, como si quisiera disimular una cogorza con dignidad imaginaria. A las dos me sorprendía gratamente de no estar ya muerta.

Y durante toda esa mole de horas que se daban paso unas a otras como si fueran matrioskas, no podía gastar energía mental en otra cosa que no fuera estar, simplemente. Miraba y poco más. Me limitaba a ser un ser vivo. Dejé de ser la intermediaria entre lo que percibo y mi lector potencial. Cuando veía un árbol, ya no pensaba inmediatamente “árbol”, ni intentaba pegarle algún adjetivo simpático, ni revolvía en mi sesera en busca de relaciones con algún recuerdo de las que pudiera extraer una viñeta. Aunque suene un poco new age, yo era ese árbol, y no había necesidad de nombrarlo o narrarlo. No me separaba de las cosas, y lo que estas me iban diciendo ya no resultaba tan confuso como para que mi mente tuviera que convertirlo en un párrafo.

Vamos, que iba puesta de sueño hasta las cejas, y eso distorsionaba mi modo habitual de pensar. Tanto, que ya ni siquiera pensaba. No me hacía falta. Era consciente sin más. Y como si estuviera verdaderamente borracha, todo me parecía digno y expresivo en sí mismo. ¿Sabes cuando tu nivel de alcoholemia no ha alcanzado aún una categoría tóxica, y todo lo que estás escuchando o diciendo te parece la pera? Era más o menos eso.

Así fue como vi un avión de la British Airways que nos adelantaba como un quinqui por la derecha y, con un ronroneo casi imperceptible, abandonaba regiamente el suelo. Vi una gran mancha negra en un trigal que se deshizo de pronto en un rebaño de cabras: un truco de puntillismo precioso. Vi un viejo que trenzaba tallos de esparto de pie y a pleno sol, tan concentrado como si rezara el rosario o se estuviera comunicando con marcianos. Vi cómo una araña se descolgaba delante de mi nariz mientras yo sorbía un albaricoque, y cómo se izaba por su hilo, muy ofendida, después de que me lo hube comido. Vi un montón de pares de orejas asomando como niños mal escondidos por las conejeras. Olí intensamente el pan de Tarifa en los campos de cereal. Vi una pata con ocho patitos en una charca que siempre había creído un estercolero. Vi un jornalero con una gran cesta a la espalda que encestaba alcachofas con una elegancia de NBA. Vi otro amanecer lejos de la ciudad.




Vi todo eso, y sin que tuviera que escribirlo mentalmente ni apoderármelo, es lo que fui. Y ahora que parece que mis dedos están escribiéndolo, en realidad vuelvo a serlo.

2 comentarios:

  1. Aunque lo escribas con sueño, como titulas la etiqueta ,consigues que veamos lo que tú ves. Lo disfrutamos.

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  2. ¡Viva el sueño iluminador!

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