La
mujer de mi jefe me gustó desde el principio. Yo estaba predispuesta
a que me gustara, porque soy elegante, y tengo un orgullo lo bastante
fino como para buscarme siempre buenos rivales. Pero reconozco que la
precocidad de mi simpatía por ella fue una sorpresa.
La noche en la que celebramos la pasada cena de Navidad procuré
llegar antes que ellos al restaurante. Salí de mi casa con una ducha
de tres cuartos de hora en el cuerpo, ilógica y perfectamente
depilada, con un maquillaje natural tan calculado que hasta a mi
madre le hubiera costado echarme años. Mi segundo mejor vestido se
había quedado hecho un guiñapo sobre la cama, desconsolado, porque
a pesar de los dos días que se había tirado en la tintorería,
terminé eligiendo unos vaqueros, y la blusa de seda que me pondré
si algún día asisto como protagonista a una ceremonia de pedida.
Cuando
llegué al sitio, me sumé a los compañeros que sobrellevaban con una primera cerveza la
espera de los demasiado puntuales. Ellos
estaban ya allí porque son unos tristes. Yo, porque tenía una
estrategia. A la mujer de mi jefe tenía que recibirla, estudiarla
mientras se quitaba el abrigo y los guantes, y se enfrentaba a los
saludos escrutadores de un montón de desconocidos que llevaban una
temporada cotilleando sobre ella. Me subí a uno de los taburetes de
la barra, crucé las piernas, y me coloqué de manera que pudiera
observar la puerta de entrada en el espejo donde relumbraba una doble
hilera de botellas.
Entró
ella primero, seguida de la mano de mi jefe sobre su cintura. Yo no
habría envidiado más ningún otro adorno que se hubiera puesto, la
verdad. La estudié, efectivamente, mientras se quitaba el abrigo (no
llevaba guantes), y era presentada a los lameculos de los becarios.
Supe así que es tan guapa como para no defraudar el buen concepto
que tengo sobre el gusto de mi jefe, y no tanto como para que su
belleza constituya una amenaza. De hecho, uno no podría nombrar la
mejor cualidad de su cara con esa palabra, “belleza”. Olga
es...Lozana. Eso es. Tiene las mejillas de un angelote barroco, y una
ausencia flagrante de ojeras que hace pensar en catorce
horas seguidas de sueño. Tiene esa sonrisa sin asomo de condescendencia ni ironía, y
pone los ojos redondos cuando te escucha, como si fuera verdad que le
importases. Y por mucho que la estudié esa noche, no pude detectar
ni un indicio de rímmel en la largura de sus pestañas. Pero no soy
capaz de concretar lo que llevaba puesto. No iba muy arreglada. No lo
necesitaba. Porque la mano de él no dejaba de posarse sobre sus
hombros, de nuevo sobre su cintura, mientras la llevaba de ronda por nuestro corrillo.
Sí
recuerdo sus primeras palabras. Tú tienes que ser Lola, me dijo. Con
esa sonrisa de niña que se te ofrece de candidata a mejor amiga.
Saber que mi jefe le había hablado de mí lo bastante como para que
pudiera reconocerme a primera vista consiguió que su mano ubicua
dejara de irritarme tanto. Lo miré con mi mirada más compinche,
queriendo expresar gráficamente un “qué le habrás contado,
bellaco”. ¿Le habría contado, solamente, que en mí habría
encontrado por fin a un arquitecto con el suficiente criterio propio
como para respetar el espíritu de los lugares donde trabajamos? ¿O
acaso le habría comentado de pasada lo que nos reímos en los
descansos del desayuno? ¿O que no son raras las veces en que nos
escapamos del resto de compañeros para comer solos? Seguro que no le
había dicho, como a mí, cuánto añora la soltería, o lo que le
tienta la idea de dejarlo todo. Todo, Lola, me decía, con una
vehemencia que esa mano cariñosa sobre los hombros de su mujer
desmentía.
Cuando
me acosté esa noche, hice mis cálculos, y reconocí que, a pesar de
la dichosa mano, había salido ganando. Ahora tenía una nueva amiga.
Durante
la cena Olga buscó sentarse a mi lado. Sus ojos redondos se bebieron
todo lo que yo tenía que decir sobre estructuras diáfanas y
jardines verticales. Apartó, igual que yo, la espesa salsa de setas
del solomillo. Rió mis chistes incluso una fracción de segundo
antes que mi jefe. Y terminó invitándome a la clase sobre cocina
macrobiótica que iba a dar en su casa a un grupito selecto de
amigas. Su casa. La de ellos dos. Así que por fin iba a entrar en la
casa de mi jefe. Iba a comprobar la intimidad que allí se cocía.
Iba a estar aún más cerca de él.
Mis
pies conocen ya el plano de esa casa de manera casi instintiva. ¿Qué
puedo decir de Olga? Que sus redondos ojos nunca mienten. Que lo que
yo cuento le importa de veras. Que la blusa de seda que llevé la
noche en que nos conocimos cuelga ahora de su armario. Le gustaba
tanto, y yo no sabía cómo devolverle todos esos regalos que siempre
han dado en el clavo. Sé perfectamente en qué estante de la cocina
guarda las especias tailandesas, y su caja de bolsitas de té. Allí
me he acostumbrado a beber una infusión después de las comidas, no
en previsión de una mala digestión, porque lo que Olga cocina cae
en el estómago como una caricia, sino por gusto de ver cómo el
vapor sube en volutas, mientras que mi jefe friega los platos, y las
dos, con gruesas rebecas gemelas, nos quedamos charlando. Hay una
taza reservada para mí en el aparador. Y además soy capaz de andar a oscuras
por toda la casa. Eso es
bueno. Porque así puedo volver fácilmente del cuarto de baño al dormitorio principal,
sin que las cremas, las toallas, los libros, los cuadros, el olor de
Olga, puedan reprocharme que el marido de mi mejor amiga me esté esperando
en su propia cama.
¿Marido de tu mejor amiga? ¿Como puede ser tu mejor amiga?
ResponderEliminarEso sería tan difícil de responder como lo del huevo y la gallina.
Eliminar¡Ay,pecadora!.
ResponderEliminar¡Qué chulo!
ResponderEliminarLaura
Gracias, Laurilla!
Eliminar¡Jo que bueno! Pedazo final. Me gusta tu jefe.
ResponderEliminarA mí también me haría bastante ilusión que mi jefe se pareciese a ese, la verdad.
EliminarPor tu comentario justo encima de éste y porque en otro post ya decías que nunca podrías tener nada interesante con alguno de los múltiples jefes que te rodean, deduzco que lo que cuentas es eso, un cuento, pero lo haces de manera tan creible...Hmmm
ResponderEliminarPues claaaaaro que es una mentirijilla, cenutria!!. ¿Es que no me conoces lo bastante como para saber que no soy arquitecta?
EliminarCreaciones como esta me demuestran que si de momento no has escrito "ficción larga" es porque lo mismo no te apetece demasiado o porque quizá estés "procrastinándolo". A mí me ha quedado muy claro que tienes capacidad y talento de sobra para hacerlo. Eres escritora, amiga mía, aunque no hagas cuentos ni novelas y si algún día te decides a hacerlos, todos lo sabrán, pero no por ello lo serás más de lo que ya lo eres.
ResponderEliminarOh, queridísimo, oh, oh, queridisísímo.
Eliminar(No es que no me apetezca, o que le dé largas - nunca me sale el palabrejo a la primera -, es que no he encontrado todavía ideas)
Oh, queridísimo...
Si no fueran tan imprecisos simplemente te hubiera colocado en esta respuesta ese emoticono que consiste en una carita con los ojos muy abiertos porque, al no conocerte aún, lo he pasado mal con la lectura de este post, querida. No ha sido hasta la revelación de que de un cuento se trataba que me he desparramado sobre la mesa, dejando que el sudor frío se calentara un poquito. ¡Me lo he tragado entero!. Y a los pocos días de ver "En la Casa". ¡Qué sufrimiento, escritora!. P.D.: Will Hodge: i'm sorry now. www.youtube.com/watch?v=OB7uvZLq9Gg
ResponderEliminarQuerido mío, voy a tener que analizar este CUENTO de nuevo, para adivinar por qué algunas personas inteligentes -¡algunas que sí me conocen, pardiez!- han estado a punto de creerlo basado en hechos reales. No sé si tomarlo como un cumplido literario, o como un insulto moral
ResponderEliminar(Coplilla ideal para estirarse en el sofá después del desayuno)