martes, 27 de noviembre de 2012

La mujer de mi jefe


La mujer de mi jefe me gustó desde el principio. Yo estaba predispuesta a que me gustara, porque soy elegante, y tengo un orgullo lo bastante fino como para buscarme siempre buenos rivales. Pero reconozco que la precocidad de mi simpatía por ella fue una sorpresa. La noche en la que celebramos la pasada cena de Navidad procuré llegar antes que ellos al restaurante. Salí de mi casa con una ducha de tres cuartos de hora en el cuerpo, ilógica y perfectamente depilada, con un maquillaje natural tan calculado que hasta a mi madre le hubiera costado echarme años. Mi segundo mejor vestido se había quedado hecho un guiñapo sobre la cama, desconsolado, porque a pesar de los dos días que se había tirado en la tintorería, terminé eligiendo unos vaqueros, y la blusa de seda que me pondré si algún día asisto como protagonista a una ceremonia de pedida.

Cuando llegué al sitio, me sumé a los compañeros que sobrellevaban con una primera cerveza la espera de los demasiado puntuales. Ellos estaban ya allí porque son unos tristes. Yo, porque tenía una estrategia. A la mujer de mi jefe tenía que recibirla, estudiarla mientras se quitaba el abrigo y los guantes, y se enfrentaba a los saludos escrutadores de un montón de desconocidos que llevaban una temporada cotilleando sobre ella. Me subí a uno de los taburetes de la barra, crucé las piernas, y me coloqué de manera que pudiera observar la puerta de entrada en el espejo donde relumbraba una doble hilera de botellas.

Entró ella primero, seguida de la mano de mi jefe sobre su cintura. Yo no habría envidiado más ningún otro adorno que se hubiera puesto, la verdad. La estudié, efectivamente, mientras se quitaba el abrigo (no llevaba guantes), y era presentada a los lameculos de los becarios. Supe así que es tan guapa como para no defraudar el buen concepto que tengo sobre el gusto de mi jefe, y no tanto como para que su belleza constituya una amenaza. De hecho, uno no podría nombrar la mejor cualidad de su cara con esa palabra, “belleza”. Olga es...Lozana. Eso es. Tiene las mejillas de un angelote barroco, y una ausencia flagrante de ojeras que hace pensar en catorce horas seguidas de sueño. Tiene esa sonrisa sin asomo de condescendencia ni ironía, y pone los ojos redondos cuando te escucha, como si fuera verdad que le importases. Y por mucho que la estudié esa noche, no pude detectar ni un indicio de rímmel en la largura de sus pestañas. Pero no soy capaz de concretar lo que llevaba puesto. No iba muy arreglada. No lo necesitaba. Porque la mano de él no dejaba de posarse sobre sus hombros, de nuevo sobre su cintura, mientras la llevaba de ronda por nuestro corrillo.

Sí recuerdo sus primeras palabras. Tú tienes que ser Lola, me dijo. Con esa sonrisa de niña que se te ofrece de candidata a mejor amiga. Saber que mi jefe le había hablado de mí lo bastante como para que pudiera reconocerme a primera vista consiguió que su mano ubicua dejara de irritarme tanto. Lo miré con mi mirada más compinche, queriendo expresar gráficamente un “qué le habrás contado, bellaco”. ¿Le habría contado, solamente, que en mí habría encontrado por fin a un arquitecto con el suficiente criterio propio como para respetar el espíritu de los lugares donde trabajamos? ¿O acaso le habría comentado de pasada lo que nos reímos en los descansos del desayuno? ¿O que no son raras las veces en que nos escapamos del resto de compañeros para comer solos? Seguro que no le había dicho, como a mí, cuánto añora la soltería, o lo que le tienta la idea de dejarlo todo. Todo, Lola, me decía, con una vehemencia que esa mano cariñosa sobre los hombros de su mujer desmentía.

Cuando me acosté esa noche, hice mis cálculos, y reconocí que, a pesar de la dichosa mano, había salido ganando. Ahora tenía una nueva amiga. Durante la cena Olga buscó sentarse a mi lado. Sus ojos redondos se bebieron todo lo que yo tenía que decir sobre estructuras diáfanas y jardines verticales. Apartó, igual que yo, la espesa salsa de setas del solomillo. Rió mis chistes incluso una fracción de segundo antes que mi jefe. Y terminó invitándome a la clase sobre cocina macrobiótica que iba a dar en su casa a un grupito selecto de amigas. Su casa. La de ellos dos. Así que por fin iba a entrar en la casa de mi jefe. Iba a comprobar la intimidad que allí se cocía. Iba a estar aún más cerca de él.

Mis pies conocen ya el plano de esa casa de manera casi instintiva. ¿Qué puedo decir de Olga? Que sus redondos ojos nunca mienten. Que lo que yo cuento le importa de veras. Que la blusa de seda que llevé la noche en que nos conocimos cuelga ahora de su armario. Le gustaba tanto, y yo no sabía cómo devolverle todos esos regalos que siempre han dado en el clavo. Sé perfectamente en qué estante de la cocina guarda las especias tailandesas, y su caja de bolsitas de té. Allí me he acostumbrado a beber una infusión después de las comidas, no en previsión de una mala digestión, porque lo que Olga cocina cae en el estómago como una caricia, sino por gusto de ver cómo el vapor sube en volutas, mientras que mi jefe friega los platos, y las dos, con gruesas rebecas gemelas, nos quedamos charlando. Hay una taza reservada para mí en el aparador. Y además soy capaz de andar a oscuras por toda la casa. Eso es bueno. Porque así puedo volver fácilmente del cuarto de baño al dormitorio principal, sin que las cremas, las toallas, los libros, los cuadros, el olor de Olga, puedan reprocharme que el marido de mi mejor amiga me esté esperando en su propia cama.

13 comentarios:

  1. ¿Marido de tu mejor amiga? ¿Como puede ser tu mejor amiga?

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    1. Eso sería tan difícil de responder como lo del huevo y la gallina.

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  2. ¡Ay,pecadora!.

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  3. ¡Jo que bueno! Pedazo final. Me gusta tu jefe.

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    1. A mí también me haría bastante ilusión que mi jefe se pareciese a ese, la verdad.

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  4. Anónimo entre comillas29 noviembre, 2012 22:55

    Por tu comentario justo encima de éste y porque en otro post ya decías que nunca podrías tener nada interesante con alguno de los múltiples jefes que te rodean, deduzco que lo que cuentas es eso, un cuento, pero lo haces de manera tan creible...Hmmm

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    1. Pues claaaaaro que es una mentirijilla, cenutria!!. ¿Es que no me conoces lo bastante como para saber que no soy arquitecta?

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  5. Creaciones como esta me demuestran que si de momento no has escrito "ficción larga" es porque lo mismo no te apetece demasiado o porque quizá estés "procrastinándolo". A mí me ha quedado muy claro que tienes capacidad y talento de sobra para hacerlo. Eres escritora, amiga mía, aunque no hagas cuentos ni novelas y si algún día te decides a hacerlos, todos lo sabrán, pero no por ello lo serás más de lo que ya lo eres.

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    1. Oh, queridísimo, oh, oh, queridisísímo.

      (No es que no me apetezca, o que le dé largas - nunca me sale el palabrejo a la primera -, es que no he encontrado todavía ideas)

      Oh, queridísimo...

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  6. Si no fueran tan imprecisos simplemente te hubiera colocado en esta respuesta ese emoticono que consiste en una carita con los ojos muy abiertos porque, al no conocerte aún, lo he pasado mal con la lectura de este post, querida. No ha sido hasta la revelación de que de un cuento se trataba que me he desparramado sobre la mesa, dejando que el sudor frío se calentara un poquito. ¡Me lo he tragado entero!. Y a los pocos días de ver "En la Casa". ¡Qué sufrimiento, escritora!. P.D.: Will Hodge: i'm sorry now. www.youtube.com/watch?v=OB7uvZLq9Gg

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  7. Querido mío, voy a tener que analizar este CUENTO de nuevo, para adivinar por qué algunas personas inteligentes -¡algunas que sí me conocen, pardiez!- han estado a punto de creerlo basado en hechos reales. No sé si tomarlo como un cumplido literario, o como un insulto moral

    (Coplilla ideal para estirarse en el sofá después del desayuno)

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