Entre
el trabajo, la compra, las entradas y salidas del hospital, estos
días se me desmigan entre las manos. A todos sitios llevo de
contrabando mi libreta, y si me encuentro con un trocito de tiempo en
el que pueda jugar al escondite con los acontecimientos, entonces me
paro y apunto algo. Son las ocho de la mañana; los compañeros
pululan en torno al jefe, distrayéndolo con preguntitas para
retrasar el momento de las órdenes. Yo anoto. Espero mi turno en la
pescadería. Yo observo el ris ris del cuchillo, y anoto. Estoy
cocinando, me seco las manos en el trapo y, mascando coliflor cruda,
anoto. Voy camino del hospital o de la biblioteca; me cruzo con
chicas de colmillos sangrientos, disfrazadas para ligar en alguna fiesta de
Halloween, y también con gente pálida y con ojeras que ojalá fueran maquillaje.
Y cazo, colecciono, embalsamo, anoto. Luego, mucho antes de que pueda
darme cuenta, llega la noche. Y se acaba el escondite. El sueño me
ha encontrado. Ahora es a mí a quien le toca cerrar los ojos, contar
uno, dos, tres, diez, y darle tiempo al tiempo para que se esconda.
Así no hay quien escriba un par de páginas con párrafos bien
trabados. Por eso, cuando los días se desmigan, y no encuentro tiempo
para poner en orden sus partes y organizarlos, tengo que conformarme
con hacer inventario. Es cuando echo mano de las anotaciones de mi
libreta, y os sirvo una lista.
Hoy la cosa va sobre la ternura. No sé si será cosa de este tiempo peleón,
o de la indefinición hormonal en que se debate mi aparato
reproductor desde hace unos tres meses. El caso es que hay días en que mi corazón es una puritita masa
de blandiblú. Mucho de lo que capto por la calle, o de lo que
recuerdo, tiene una textura tan delicada que me arranca gemidos. Y es
una emoción, esta de la ternura, mucho más intrincada de lo que
quieren hacernos creer los anuncios de perfumes. Una amalgama de
dulzura, belleza y congoja que no se explica sólo con la enumeración
de sus partes. Hay algo más, algo inaprensible que quizás coincida
con la misma fragilidad de lo que provoca esa ternura. Una sensación
de vulnerabilidad y de acoso, o la intuición de que eso tan tierno
está a punto de esfumarse, de diluirse en la velocidad del mundo o
de transformarse en algo más duro y estable. ¿Cómo no reaccionar,
entonces, queriendo recoger de la calle toda esa ternura,
llevándotela a casa, igual que haces con las conchas y piedras
bonitas que te encuentras a la orilla del mar? Por ejemplo:
Los
trabajadores de las obras del metro, a las dos de la tarde, en un
Camino de Ronda que recuerda a los peores años de Kabul. Sentados
sobre sus cascos, apretados entre sí, comiéndose un bocadillo,
pinchando de un tupper. A centímetros de las huellas tornasoladas de
los coches, de los charcos con espuma, de los pegotes de cemento. Uno
de ellos calienta el contenido de un cazo en un camping-gas diminuto. El de su lado
no se ha quitado los guantes.
Los
estudiantes arrastrando la maleta y los pies por la ciudad, a última
hora de la tarde del domingo. Todos los cocidos y las berzas y las
lentejas que mi madre metió entonces en mi equipaje.
Las
enfermeras. Sus rebequitas azul marino. La manera en que casi todas
se frotan los dedos por los pasillos inclementes del hospital. Las
faldas de la mesa camilla que asoma por la puerta a medio cerrar de
su sala de espera.
Hace
un millón de años, mi padre se compró un helado, a lo mejor
mientras regresaba del trabajo, y al quitarle el envoltorio, se le
cayó entero al suelo. No creo que volviera al quiosco a por otro.
El
mimo, la morosidad con que algunos pescaderos le sacan los filetes a
la lubina, a los rodaballos que voy a llevarme, como si estuvieran
manejando planchas de plata maciza, o un Stradivarius.
Hay un
viejo que sube todas las mañanas la cuesta adonde miran mis
balcones, acompañado de su perro. El animal sube un escalón. Su
dueño le jalea. ¡Vaya un perro bueno! El perro ladra, sube
otro escalón, se para. Qué perro tan listo. Guau. Otro
escalón. ¡Yo no he visto otro igual! Guau, guau. Esta
ceremonia de ascensión y diálogo se repite hasta que la cuesta se
acaba. Todos los santos días.
Los
pastores sentados en una piedra. La gente que escribe en la calle.
También
los viejos leyendo las portadas de los periódicos en un quiosco de
la Baixa lisboeta. Sin merodeo ni recato: el quiosquero, antes de que
se haga el día, cuelga con pinzas un ejemplar de cada uno de esos
periódico, como si fueran las famosas coladas que ondean allá en
Alfama, sólo para que los viejos les echen un vistazo. Y ellos nunca
se llevan uno, bien seco y doblado bajo el brazo, para terminar de
leerlo sentados en un banco.
Foi Lisboa antiga |
El
bocadillo de jamón, envuelto en papel de aluminio, que Jose se dejó
preparado sobre la encimera de la cocina, para comérselo en diez
minutos, entre la vuelta del hospital y la marcha al trabajo. Que a
él le parezca tierno cuando yo le hablo a la comida que se asa en el horno (me
encantáis, boniatillos). Los niños con
las orejas muy, muy volantonas. Los músicos callejeros que cantan de
pena. Las cagarrutas que dejaba un rebaño de cabras sobre el
asfalto, cuando atravesaba el pueblo de mi madre.
Dos
personas engarzadas bajo el mismo paraguas. Los semáforos que siguen
poniéndose rojos y verdes para nadie, porque el paso de peatones que
regulan ha quedado cegado por una obra en la calle. Cuando el Genil
baja de color café con leche en vaso, después de una tormenta, y
recupera cierta compostura de río auténtico, siendo como es un
canal en el que habitualmente falta agua, y sobra cemento.
Y de
nuevo en Lisboa. Jardim da Estrela. Un banco frente a uno de esos
templetes para bandas de música que parecen un liguero
nupcial. Un chico que me recuerda a Julio Cortázar enseña a montar
en bici a una mujer que debe de haber parido ya un par de veces. Él
es paciente y pausado como un maestro zen. Ella zozobra sobre ruedas,
pero no pone excusas, no da grititos, no le gruñe al que le enseña.
Porque no se conocen, claro. Porque esta es una clase pagada. De repente un
crío empieza a caracolear alrededor de ella, como un matoncillo de
western. Se ríe, fanfarronea con derrapes y frenazos suicidas, le
pregunta la edad. Se escucha un sorprendidísimo ¡¡¿¿ Trinta e
cinco ??!!
La
gente a la que se le forma hoyuelos al sonreír. La gente que acaba
los bostezos con un gorjeo. Los policías que bostezan. Toda la gente
que bosteza por la calle. Los pelos sobre la almohada de la gente a
la que quiero.
Gracias por mostrar, con una clase práctica, el making of...¡de la ternura!
ResponderEliminarMe gusta este post!
ResponderEliminarMe gustaría tener tu(tu qué),para ir por la vida captándolo todo,pero me pasa que casi siempre voy mirando al suelo,aprendí bien esa lección de mi madre cuando nos decía"mirad al suelo para ver dónde pisáis".