Me llamo Silvia y soy una
ex-solitaria. Lo reconozco. Considero que mi vida adulta no comenzó
hasta los veintitrés años, que fue cuando pude alimentarme mediante
la venta de mi propio tiempo, en lugar del de mi padre. Empecé a
trabajar en un pueblo gaditano en el que no había muchas opciones
para relacionarse con individuos de mi misma especie zoológica.
Aprendí a vivir sola. Aprendí a pasar mis horas de ocio sola. Antes
de que pasaran tres años me mudé a Granada. Seguí viviendo sola, y
se conoce que las mayores opciones de interacción que me ofrecía la
ciudad, yo no las supe o las quise aprovechar. Los momentos en los que no estaba
sola eran como puntos de un mensaje en morse parco en palabras. Me
convertí en una virtuosa de la soledad. Eso creía, al menos hasta
hace cuatro años. Porque entonces pasé del todo a la nada, en lo
que a soledad se refiere, por supuesto. Mi individualidad se parecía
de pronto a esos diagramas de Venn que me enseñaron en la escuela
para representar la intersección de dos conjuntos. Mis frases se
llenaron de “nosotros”, mis horas, de diálogo. Así que ahora se
me han aflojado los músculos que me mantenían impecablemente impar.
Eso, o que en realidad nunca
fui tan virtuosa. Es posible que me confundiera tanto en mi propia
explicación de que yo solica estaba en la gloria, como esa gente que
se cree que canta de puta madre, hasta que escucha su voz grabada.
Ayer fui a la presentación de un libro en la biblioteca. Y la
timidez que me poseyó, mientras esperaba a que el acto comenzara,
fue un déjà vu. No es que estuviera desentrenada a estar
sola, no. Es que siempre, incluso en el apogeo del idilio conmigo
misma, hubo esa rigidez al colocar mi mismidad en el mundo. Un cuarto
de hora antes merodeo en torno a la sala. Las puertas están todavía
cerradas. Aquí no hay más que un par de parejas de amigas, con edad
de echar ya de menos los primeros días de la menopausia; un
inadaptado con los pantalones muy subidos, dando paseítos con las
manos a la espalda; el íntimo desconocido que nos encontramos en
todas las películas que venimos a ver aquí mismo; un chaval con
corte de pelo abertzale que hace una quincena que no se lava el culo.
Demasiada poca gente como para que un tímido se sienta en su salsa.
Demasiadas probabilidades de ser estudiada por un ojo feroz,
encuadrada incluso en este grupo de friquis que se estudian la agenda
del Ideal en el desayuno, y no se pierden una. Menda se debate entre
volverse a su casa o escabullirse entre los anaqueles de la
biblioteca. Elije la segunda opción, porque es una hidalga.
Cinco minutos antes de la
hora señalada ya hay una muchedumbre apañada, que se precipita por
las puertas recién abiertas como mozos en los sanfermines. ¿Y qué
decir de esos momentos de espera, cuando ya estás colocadita en tu
butaca, y la sala se va llenando, y las luces no se apagan o la
estrella del acto se está tomando una fanta entre bambalinas? A lo
largo de estos cuatro años de borrachera parejil, me ha dado tiempo
para olvidarme de todas las pequeñas estrategias con que el tímido
afronta esa coyuntura. Abrir el libro que, mientras hacías tiempo,
acabas de retirar de las estanterías del piso superior. Llamar al
maldito traidor que ha preferido irse a trabajar esta tarde, antes
que acompañarte a la presentación. Hablarle con una susurrante voz
de chica lista. Estudiar cortes de pelo. Hacer inventario de sujetos
con los que podrías imaginarte retozando. Dar gracias al cielo por
encontrarte ya amancebada, y no tener que desesperar ante el penoso
resultado del inventario. Escuchar conversaciones vecinas. Vomitar
discretamente en caso de que en el asiento de atrás te toque uno de
los supuestos peces gordos literarios de la ciudad, ejerciendo como
tal ante sus coleguitas, mediante perdigonazos tipo “es una novela
cósmica”, o “me tocó hacer la presentación de una infamia, una
verdadera infamia”. Cerrar los ojos y decir om, y abrir una
pequeña isla de calma en medio del fragor del día, y darte un
abrazo autoayúdico. Mi militancia solitaria de aquellos tiempos no
consiguió hacerme más fuerte a la hora de afrontar este tipo cutre
de tragos.
El escritor por fin sale al
estrado. Se sienta en la silla que le han preparado, abre la botella
de agua, cruza los pies. Es joven. En realidad hasta desde mi
distancia es posible ver que ya afeita canas. Pero sólo tiene un año
más que yo, y yo no parezco ser íntimamente consciente de que los
cumpleaños se me van acumulando. El escritor se coloca la melena.
Hace todo lo que puede por crear un clima de salita de estar entre él
y su presentador. Apela a chascarrillos a propósito del Granada F.C.
Nos llama simpáticos a nosotros, su público. Se saca de la manga un
par de gracias y otras pocas referencias a la crisis. Y, entre
medias, deslumbra con su agudeza, y me hace sentir una oscura
nostalgia al escuchar la profundidad con que desgrana los mecanismos
de su novela y la personalidad de sus personajes. Pero no me cabe
duda: a pesar de que a estas alturas ya debe de haberse convertido en
un auténtico profesional de la entrevista, este tío es tímido. El
Escritor que se sienta detrás de mí también es tímido, y por eso
se ha creado un personaje atronador. Las amigas post-menopáusicas
que alargan las risas ante cualquier menudencia del que está
hablando, tímidas. La que se sienta a mi derecha, que saludó con
alivio y un par de sonoros besos a la amiga que llegó cinco minutos
tarde, tímida. A mucha de esta gente le cuesta, igual que a mí,
sacar a pasear su individualidad. Me siento arropada. Ahora puedo
repetirlo, amiguitos: soy una ex-solitaria.
Ay, esa sensación, qué regulera y qué común también para mí...pero mira tú que algo me ha dicho siempre que "esa sensación" tiene la capacidad de acompañarnos aunque externamente estemos acompañados.
ResponderEliminarSe disfraza de timidez, si, pero me da que también se viste de otras maneras; escarbando un poco, llegamos a la inseguridad y aquí se entra en terreno pantanoso, pues a ver quién es el guapo que se admite así. Pero aún hay más donde escarbar.
Ese camino a la profundidad es el más difícil del mundo (al menos para mí), pero tiene una característica (también para mí): que una vez que empiezas, ya no puedes parar. Es muy duro, pero al final sólo queda lo sencillo, lo puro y el "tú misma" y, aunque es duro, también el camino está lleno de momentos preciosos y de crecimiento a tope.
Aún no he llegado a mis profundidades, ójala y algún día lo haga. Todo comenzó con esa sensación de soledad y con mi inconformidad: ¿por qué?, que diria Mou.
Bueno, Silvia, perdona la profunda CHAPA, pero es que me he sentido muuuuy identificada.
Besazos grandes!
(me ha encantado cómo lo describes).
Laura
No te pienso perdonar CHAPA ALGUNA, mona. Al menos hasta que no empieces a pedirme un cacnon por tus reflexiones. Hasta entonces, las recibo con amor y gratitud.
Eliminar(Te imagino perfectamente con acento Mou. Parto pecho)
Más besos para ti
Voy a ser un poco puñetera-a causa de la envidia de solitaria obligada-,¿has echado de menos muchas veces tu soledad pasada?.
ResponderEliminar¿Muchas veces? No, mujer. Sólo en el cambio de los armarios he echado de menos cuando mi ropa ocupaba solica el mundo. O algunas veces más...Quien no quiera hacer siempre lo que le salga de los perendeles, sin contar con nadie más, ni dar explicaciones, que tire la primera piedra.
EliminarAquí otra tímida, más rara todavía, porque sin ser una solitaria pura, ejerce muchísimas veces de solitaria de puertas afuera, y que a base de practicar ha perdido casi todo el reparo -no todo- que tenía para, por ejemplo, entrar en un restaurante sola, ir al cine, exposiciones y más ampliamente, viajar. Eso sí, hay situaciones en eventos (inventos) como el que tú nos cuentas en las que echas de menos una tabla de salvación, aunque sea un extraño; qué mal rato pasé en la presentación de un libro de poemas y lectura por parte del autor, durante los minutos interminables en que fui el único público...
ResponderEliminar